La ciudad de México como siempre atestada de vehículos por las calles, le exasperaba el humor. Aceleraba un segundo y tenía que volver a pisar el freno. «Endemoniado lugar» pensaba arrugando la frente. Más adelante una larga fila de autos esperaban que el semáforo tornara el color verde que aligeraba el tránsito.
Se llevó una mano a la cabeza apretándose las sienes cuando alcanzo a distinguir que había una protesta. Bastantes personas se atravesaban por la calle con pancartas a lo alto, exigiendo mejoras en la calidad educativa y en sus salarios como profesores. Otro día hubiera estado a favor de aquel mitin si solo lo estuviera observando por el televisor. Ahora era un mal momento.
Mientras agarraba el volante del auto, bajaba la mirada para fijarse en la hora que marcaba su reloj de pulsera. Eran las 11:45 am, la cita con ese tipo era a las doce. Le crispaba los nervios llegar tarde a cualquier reunión, así tuviera que ser a esa, que para él era sin relevancia. Cerró momentáneamente los ojos y sus recuerdos lo llevaron al primer día que volvió a verlo y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad, para no abalanzarse y rodearle el cuello entre sus manos, hasta dejarlo inconsciente.
Era increíble la forma en que ese hombre se mostraba tan pasivo, tan calmado, como si en su vida no hubieran razones turbias para un grave remordimiento de conciencia. Entre más lo veía, Ricardo pensaba que mayores serían sus motivos para destruirlo. Se había dado cuenta, que durante el dia, mientras trabajaba junto a él mostrándole el proyecto de condominios que estaban edificando en una importante zona residencial. Este había hablado con su hija por el móvil, sin exagerar, más de diez ocasiones. Le tenía un amor incondicional.
El tiempo en que habían convivido juntos, desde que Ricardo logró inmiscuirse gracias a su astucia para envolver y persuadir a los demás. Álvaro Valencia, le había narrado aspectos importantes acerca de su vida, tales como su familia, a quienes adoraba. Principalmente a su hija; Dulce, la única mujer, primogénita y heredera pronto de su fortuna. Ya que no había procreado mayor descendencia.
Dulce para Álvaro, era su tesoro. La joya más preciada que según él mismo, ni todo el dinero del mundo podría comprar. «El mío, sí lo hará» apretó los dientes por completo seguro que Dulce Valencia sería una fácil adquisición, que no se le escaparía de las manos. Al menos, hasta no lograr lo único que sus intenciones pretendían con ella.
Por fin, le tocó estar hasta delante justo frente a los protestantes que invadieron de inmediato su auto del cristal delantero, con folletos proselitistas. Quien le había dejado la propaganda, había sido una joven de cabellos lacios y oscuros que le guiño un ojo mientras se alejaba del auto caminando de espaldas, Ricardo la siguió con la mirada, la chica se dio la vuelta lentamente desapareciendo entre la multitud aglutinada sobre la acera. Un claxon estruendoso volvió su atención al camino. Sonriendo coqueto puso en marcha su auto, saliendo así de ese infernal embotellamiento.
Si existía algo que se le daba muy bien, aparte de los negocios y de su carrera profesional. Era seducir a las mujeres y que ellas accedieran a sus pretensiones sin chistar. Ocasionalmente, incluso ellas mismas lo habían buscado, nunca necesitaba rogarle a ninguna. Tampoco les daba muchas ilusiones, desde un principio era claro con sus intenciones. No tenía el más mínimo propósito de formar una familia, no hasta no haber cumplido su objetivo principal, ese por el que estaba en esta ciudad.
— Las mujeres no merecen nada. Son unas desgraciadas a las que solo se les debe usar, para lo que sirven. Dar hijos y coger cuando se nos da la gana, además de hacer la limpieza y esas otras pendejadas del hogar —le había dicho su tío, días antes de entrar a estudiar la universidad. Estaban compartiendo el desayuno, en el comedor principal de la hacienda donde alguna vez vivieron sus padres.
— ¿Por qué lo dices, tío?, ¿Acaso mi tía no se murió sino se largó con otro hombre? —le había respondido Ricardo engullendo una cucharada de caldo. Su tío se paró con brusquedad de la mesa y lo miró con esa usual forma de dirigirse a él. Amenazador. A la edad de dieciocho años, ya se había acostumbrado a ese tipo tan mal encarado y borracho con el que se crío.
— Ja —respondió su tío con la voz cargada de ironía—. Tu tía fue una santa, delante de ya sabes quién. Esa si era una zorra, por la que ahora estás aquí... tragando porquerías que tú mismo cocinaste —Arrojó el plato de comida al suelo, Ricardo situó su mirada en el desperdicio regado en la loseta a los pies de su tío.
Ese día Ricardo se quedó en silencio, no objetó ni contrarió al infame mal hablado y vicioso de su tío Efrén. Ese hombre tenía razón, por causa de esa desgraciada estaba ahí, pero no solo de ella. Quien más tenía la culpa era él. Esos horribles ojos que resguardaba en su cabeza, le recordaban a cada momento su única meta en la vida. Acabarlo.
La zona por donde transitaba estaba cubierta de una espesa arboleda, era un lugar tranquilo rodeado de residencias lujosas. Muchas de estas, resguardadas tras rejas reforzadas de hierro forjado, algunas se podían distinguir desde el exterior y otras tantas no. La segunda opción correspondía al hogar de los Valencia.
Ricardo flanqueo el auto a la orilla de la acera a un costado del portón de acceso, hizo el cuerpo hacia adelante y levantó la vista hasta un par de cámaras de seguridad que lo vigilaban. Espero unos momentos, cuando las puertas se deslizaron a los lados permitiéndole la entrada. Condujo por un camino empedrado que a pocos metros lo llevó hasta una gran glorieta en forma de fuente, situada justo frente a la casona estilo colonial que alzaba su edificación frente a él.
Acomodó el auto y se apeó de este, avanzó a pie algunos pasos, cuando un hombre de cabellos cenizos se le acercó estrechándole la mano. Un hormigueo le recorrió la cara al contener el coraje que guardaba en su interior, con dificultad elevó las comisuras de sus labios, formando algo parecido a una sonrisa.