Llegaron al mediodía, el sol iluminaba con sus rayos en su esplendor todo el verdoso entorno, repleto de pastizales, sembradíos de maíz, caña, entre otros frutos que la noble tierra otorgaba en los terrenos donde pronto compartiría con ella los próximos meses. Aún no sabía cuántos necesitaría para recuperar lo que alguna vez se les fue arrebatado, sin embargo ya no se preocupaba tanto por ello. Tenía a la chica entre sus manos y lo que prosiguiera sería fácil.
Hasta apenas antes de que el reloj anunciará las diez de la noche del día anterior, él era soltero. El matrimonio fue precipitado, sí, pero no necesitaba seguir esa farsa de noviecito enamorado. Lo que requería era actuar ya, impedir que el tiempo siguiera su curso sin resultados. Gracias a su astucia y su irrefutable encanto en todo lo que hacía, lo había logrado como todo aquello que se proponía. No se podía quejar, su racha de buena suerte continuaba dando frutos. Ya había sufrido demasiado en su infancia y juventud, era justo y necesario cosechar todo lo que había sembrado con esmero.
Unas vacas atravesándose por el terreno un tanto cubierto de baches y lodoso, posiblemente por alguna lluvia del día anterior u horas previas, le impidió seguir conduciendo a la velocidad de una tortuga. A decir verdad, de no ser por el suelo desigual que le permitía ir cambiando de una marcha a otra, se habría dormido del cansancio que ya comenzaba a sentir.
Su reciente esposa se movió recostándose de lado sobre el asiento del copiloto, dándole la cara pero con los ojos cerrados. Le sorprendía su angelical rostro, no se cansaría de contemplarla, estaba cargada de terneza, dulzura y quizás hasta bondad. «¿Por qué tuviste que ser su hija?, mejor dicho, ¿Por qué no fuiste como te imaginé?», susurro para sí mismo con bruma, la joven apretó un poco los parpados y se cubrió hasta el cuello con una frazada sin abrir los ojos.
Innegable reconocer que durante los meses que convivió a su lado, logró cautivarlo con su generosidad, con esa inocencia que la llenaba. Había sido agradable disfrutar de su compañía, de esas salidas a su lado, de sus risas. Demonios, ¿Qué mierdas pasaba?, no debía estar pensando de esa manera, ella tenía que ser solo su enemiga, no más. Entre ellos no podía existir nada, era la hija de ese infame que acabo con su vida. Debía odiarla, pero...
— Ricardo, ¿Por qué me miras así? —abrió con sutileza sus parpados, dejando ver sus ojos ámbar acompañados de la calidez de su sonrisa. Él sonrió de lado y negó.
— Estamos cerca de nuestro hogar —le recordó. Dulce acomodó la frazada sobre su regazo y ajusto el asiento para quedar con la espalda erguida, al contemplar todo ese paisaje campirano, una expresión de inquietud se mostró en su semblante—. ¿No te parece lindo?, viviremos en contacto con la naturaleza.
— Pues es... muy verde —se encogió de hombros, sin dejar de mirar con perplejidad el entorno. Su esposo se río. Unos segundos después las vacas terminaron de cruzar la vereda y avanzaron.
— Te acostumbraras, la gente de estos lugares es muy amable y cálida. Son personas honestas y trabajadoras, ya los conocerás —aseguró mirando el camino.
Lo había sentido frío, distante, desde que partieron de la ciudad de México, desde que se casaron. Salieron tan apresurados del departamento, con lo que llevaban puesto, y tomaron el camino que les conduciría hasta donde ahora se hallaban. Ni siquiera se habían parado a descansar en un motel de paso, ciertamente le atemorizaba pensar que se suscitara su primera noche juntos como matrimonio. Pero lo amaba, con tanta intensidad, que imaginaba lo romántico y lindo de ese encuentro.
Tal vez, la única razón lógica para que él estuviera tan serio, era que se encontraba nervioso al igual que ella. Absurdo, nervioso más bien porque Álvaro fuese a tomar represalias o decidiera buscarla por doquier al percatarse de que había huido. Posiblemente ya lo sabría, por supuesto. Era probable también que sus padres estuvieran preocupados, no sería tan injusta y desalmada para dejarlos con el alma en vilo, pensando lo peor. Habiendo tantos secuestros y asesinatos a diario. En cuanto llegara a la casa donde pronto residiría, se comunicaría con ellos, sí.
Por más que transitaban, no veía pueblo o ciudad alguna, todo era monte, monte y más monte. Bueno, árboles, animales y uno que otro pueblerino andando en caballo, bicicleta o recorriendo los caminos a pie, solo por completo. Le sorprendía mucho imaginar que la persona que caminaba a un costado del auto, con rostro cansado y sombrero, pudiera ser un fantasma, ya que no lograba distinguirse ninguna vivienda o localidad, ni remota hasta donde alcanzaba a mirar su vista por los terrenos.
— Ricardo, esas personas, ¿Dónde crees que vivan?, no se ve por ningún lado alguna casa. Todo esto es tan aislado que atemoriza —dijo en un hilo de voz y con una opresión en el pecho, viendo por el espejo retrovisor la figura de ese individuo que cada vez se hacía más pequeña conforme avanzaba el auto.
— Ellos tienen sus casas en medio de esas inmensas parcelas que logran ver tus ojitos, ahí, donde posiblemente no hay nada. Ni ruido, ni perturbación que pueda incomodarlos, es su hogar, nacieron aquí y están acostumbrados y familiarizados con la zona —extendió la mano y le apretó la suya brindándole seguridad, ella sonrió con preocupación—. No te angusties, dulzura. No les pasara nada, a pesar de lo que crees, este sitio es más seguro que tu gran ciudad.
No se adaptaría fácil, se veía tan inquieta y aterrorizada. Lógico, nunca había vivido lejos de casa, de esas comodidades a las que estaba tan arraigada. Era hora de que aprendiera que la vida no es tan fácil, se sufre para obtener lo que se quiere, solo así se valora todo.
Luego de catorce agotadoras horas de trayecto conduciendo, parando estrictamente en las gasolineras o tiendas de conveniencia por refrescos de cola y botanas para mantenerse despierto y entretenido, por fin habían llegado. Su hacienda, esa casa colonial donde radico desde pequeño, la herencia que le dejo su padre, su legado. Este mismo que se encargaría de echar andar, de continuar produciendo, esta vez él, sin la ayuda de Daniel, su amigo a quien ya le había cargado mucho la mano con tanto trabajo. Ese hombre necesitaba un respiro, vacaciones, pese a que siempre se negara, al ser un excelente administrador, incondicional.