E Carol

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“Acudía siempre a su hermosura. Recordando la dulce azúcar de la infancia. Acudí a la inocencia y su ternura cuando me hacía falta… Para la erosión; yo siempre estuve equivocado, para la dimensión; ella estuvo conmigo siempre, en mi pensamiento, acompañándome, insertando en la negación y en mi mente añeja. En un mal momento. En esos días cuando yo era estricto acerca de todo lo simbólico..., y lo excusaba todo con la edad …”

—He venido a reprender un recuerdo molesto que ya no me deja dormir tranquilo— Extendí el brazo lo más adentro que pude. Sentí el roce de su piel, conocía bien la sensación y su temperatura. —De igual modo ¿Quién me lo iba a impedir? Mi soledad ya me entristece a diario. Abandoné mi mundo hace tanto. Soy viejo, y vivo del recuerdo solamente. Y solamente quiero tomar lo que es mío así que deja de esconderte. —

¿Qué tanto podía ser de profundo un simple rincón sucio de mi mente? No encontraba nada. Por ratos descansé, tirando el brazo en la oscuridad, sintiendo que no terminaba nunca de caer en algún sitio, una sensación como si flotara en el agua tibia. No sentía el suelo que podía ver y sentir por fuera del rincón, y no había sensación helada en la oscuridad, ni gobernaba el miedo a que de repente me arrastrara hacia adentro, ni una simple mordedura abusiva de un miedo oculto que me diera una pista del horrible sitio al que importunaba con mi terquedad. Era total vacío, y una profundidad dudosa de algo que no podía describir. Mi mejilla absorbía la humedad del suelo iluminado, mi cuerpo entero sentía el recorrido del frío de abajo hacia arriba, pero en la oscuridad donde se arrinconaba ella, donde la oía reír… No me atrevía a asomarme ni un poco más, era como un vértigo el que me provocaba mantener mi brazo extendido. Esa mocosa me tenía metido. Tenía que sacarla pronto. Tenía que alcanzarla antes que a mí me alcanzara una mano más fría… La muerte comenzaba a buscarme el corazón.

Comenzó hace un año, cuando ella recién apareció en mis memorias. Cuando solía recordar cosas de los paisajes, las estaciones y los edificios que había conocido, y contaba las durmientes de las vías de los trenes en sus largos trayectos. Yo me había entregado a paisajes bellos que no volvería a ver. Una vida que pronto podría llegar a su fin, un descanso seguro en la total apatía, abandonando todo lo que un día me hizo feliz o que solo me trajo amargura. En ese entonces yo sostenía en mis manos un botón de magnolia, la flor más bella en mi jardín de gloriosas memorias… Un día ella apareció, yo estaba distraído, mirando en el cielo al sol contrayendo su cuerpo, con él también se contraían mis huesos y me encogía del cuello hasta sentir los hombros y las orejas juntas, cruzaba los brazos a la altura del mentón y me inclinaba de lado para cerrar los ojos un rato. Sentí unas diminutas palmas heladas tocando mis mejillas, y al abrir mis ojos ahí estaba ella. Sus delgadas y amarillas manos me estiraban la piel, sus brazos repletos de colores, de mariposas verdes y azules en su delicada piel colorada. Al contraste de un cielo de cuarzo citrino parecía absorber los últimos rayos del sol en su figura infantil. Ella entonces me abofeteó con gentileza, o mejor dicho; lo hacía con la ternura con que una niña lo hace, lo hacía con las palmas abiertas y repetidas veces aplaudiendo sus manos en mi rostro arrugado. Y al momento de intentar sujetarle las manos, abrí las mías tirando el botón de mi flor más querida, y respondiendo con la mano abierta buscando tratando de apretarlas con fuerza. Ella simplemente me traspasó el cuerpo como si fuera simple aire.
Ella recogió mi botón. Mirándolo fijamente comenzó a cuestionarme.
—Abuelito. ¿Algún día dejarás de matar esta flor?

˃˃ ¿Por qué la cortaste para mí?

¿Por qué me la regalas?

¿Si la ponemos en agua crecerá?

¿Si la ponemos en agua se ahogará?

¿Por qué te gustan las flores? ˂˂

Cuando intentaba tomarla mis manos la atravesaban.

—¡Dame eso! — Le grité con fuerza, pero ella parecía hablar sola.

—¿Enserio me la puedo quedar? —

—¡Yo en ningún momento dije eso! ¡Dame mi flor chiquilla odiosa! ¡Suéltala! —

—Yo la pondré con mucha agua. O en un frasquito para que nunca se muera, y vivirá para siempre—

—¡No! ¡Déjala!... —

Ella entonces robó mi único botón de magnolia. La perseguí intentado apresarla, le lanzaba rocas, palos de escoba y todo lo que encontrara. La seguí a la entrada de mi casa hasta una esquina de una habitación. Ahí estaba esa mancha oscura y ella primero se arrinconaba, abrazaba sus piernas y en un parpadeo ella había desaparecido ahí dentro. Solo de ella quedaba en su lugar una mariposa que volaba hacia la ventana.




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