Esto me ocurrió hace no mucho, cuando aún vivía en la ciudad. No sé por qué no me fui antes. Tal vez porque no quería aceptar lo que estaba sintiendo. Tal vez porque no sabía cómo nombrarlo.
Todo comenzó con la mudanza. Una casa nueva, un barrio nuevo. Los vecinos llegaron pronto. Demasiado pronto. Me dijeron que era raro que alguien decidiera vivir allí. Lo dijeron como si fuera una advertencia disfrazada de bienvenida. No lo entendí en ese momento. O no quise entenderlo.
La primera en acercarse fue mi vecina. Yo estaba en el jardín, de cuclillas, hundiendo las manos en la tierra. Ella sonreía. No era una sonrisa amable. Era una exhibición completa de dientes, como si estuviera obligada a mostrar cada uno. Conversamos. O eso intentó. Yo seguía con mi jardinería, sin mirarla demasiado. Me dijo que iría por limonada. Volvió con el vaso. La sonrisa seguía intacta. Inalterable. Pensé que sería solo una anécdota extraña. Pero no fue así.
Me presentó a otro vecino. No recuerdo su nombre. Solo su rostro. Su sonrisa estaba congelada. Charlamos por casi una hora. Él no cambió de expresión. Yo intenté sostener una mueca leve, por cortesía. Pero mis pómulos se cansaron. ¿Cómo podía alguien mantener esa rigidez sin dolor?
Me dije que exageraba. Que tal vez era nervios. Soy productor televisivo. Quizás querían causar buena impresión. Pero algo no encajaba.
En el trabajo, conocí a un nuevo presentador. Su mirada era seria, pero sus labios dibujaban una sonrisa cerrada, burlona. Evitaba mirarme directamente. Sentí incomodidad. No sabía por qué.
Al salir, encontré un papel doblado en el panel de mi auto. Un dibujo. Una boca sonriente. Sin ojos. Una sonrisa burlona. No entendía cómo había llegado ahí. Mi auto tiene alarma. Nadie debió entrar.
Esa noche, al llegar a casa, mi vecina me esperaba en la puerta. La misma sonrisa. Me pidió dormir en mi casa. Le pregunté por qué no en la suya. Lloró. Sin dejar de sonreír.
La dejé entrar. Le pregunté por qué lloraba. Me dijo: —Ellos me obligaron… a matar al anterior inquilino… Ahora que no les agradas… tengo que matarte…
Y entonces dejó de sonreír. Se apuntó con una pistola dentro de la boca.
Yo retrocedí. Por la ventana vi a otra persona acercarse. La misma mueca. Apagué las luces. Me escondí. Busqué la pistola.
El intruso entró con linterna. Aproveché la oscuridad para escapar por la cocina. Tenía las llaves. Pero una llanta estaba desinflada. La gata puesta. Sin alarma.
Una alarma sonó. De mi casa. No sabía que tenía una.
Los vecinos salieron armados. Me escondí en el auto. Cuando entraron, intenté huir. Uno tenía perro. Lo maté. El ruido alertó a los demás. Corrí.
No recuerdo bien cómo, pero logré escapar. Tomé otro auto. Atropellé a algunos. Me fui de la ciudad.
Ahora vivo lejos. La policía me busca. Dicen que cometí un crimen. Pero yo solo me defendí.
No tengo espejos. No quiero verme. La última vez que lo hice, vi una sonrisa que no reconocí. Desde entonces, vivo lejos. Y solo espero que no me encuentren.