Echoes of The Deep Español

Cazado por el pasado

El cansancio me consume. He caminado durante horas por este valle árido, un lugar que alguna vez debió tener vida, pero ahora no es más que un esqueleto de tierra. Necesito refugio antes de que la lluvia caiga y me sepulte con su veneno. A lo lejos distingo una grieta en la roca, una cueva pequeña, apenas suficiente para albergar a dos o tres personas. El viento comienza a murmurar con un tono extraño; anuncia lo inevitable.

Dentro, el silencio es pesado. El agua gotea en un hilo tenue desde el techo, y lleno mi cantimplora con cuidado. Afuera, las criaturas más frágiles mueren sin darse cuenta: el veneno se infiltra en sus cuerpos con la misma naturalidad con la que antes respiraban el aire. Aprovecho la oportunidad: concentro mi fuerza y lanzo el agua acumulada contra un jabalí. El impacto lo fulmina con brutalidad, dejándolo inmóvil en la arena. Su sacrificio será mi sustento.

El mundo cambió desde la llegada de las tormentas tóxicas. Lo que conocíamos como vida se quebró en un instante, y la humanidad, como plaga resistente, se vio obligada a mutar para sobrevivir. Este valle, antes dominio de Derinkuyu, la ciudad subterránea de las leyendas, es ahora un desierto. Nosotros lo llamamos Yeni Antalya.

Vivimos como ratas, ocultos bajo tierra, temerosos de lo que queda en la superficie. Somos tan arrogantes que hasta nos atrevimos a renombrar lo que nunca nos perteneció.

Yeni Antalya aparenta calma, pero yo camino lejos de sus muros. El paisaje que me rodea es un cementerio sin tumbas: no hay agua, no hay vida, no hay humanos. Solo voces antiguas que el viento arrastra, ecos de gritos y lamentos que alguna vez fueron reales. Cada paso que doy oprime mi pecho con un peso invisible. Y sé —con una certeza que me hiela— que hay algo, una mirada, siguiendo mis huellas.

No me siento seguro fuera de casa, pero debo hacerlo. La comunidad necesita provisiones, aunque cada minuto lejos de ellos sea un riesgo. Estoy agotado; mis pies sangran bajo el peso del calor y las llagas. No encuentro nada: ni una casa olvidada, ni una tienda derruida con migajas de valor. La desesperanza me arrastra.

El sol golpea mi cabeza. La visión se deshace en ondas temblorosas. La lluvia podría caer en cualquier momento, y esa sería mi sentencia. Pero una brisa repentina acaricia mi rostro, y por un instante creo que la vida aún me concede una tregua. Me obligo a seguir, aunque mi cuerpo se desmorona. En el horizonte vislumbro un lugar donde dejarme caer.

«Unos pasos más… puedo lograrlo», pienso.

Pero el mundo se ennegrece. Me desplomo. Y en ese vacío silencioso, siento una paz que me resulta extraña.

—¡Kaan! ¡Kaan, despierta! —Una voz lejana me sacude—. ¡Por Dios, sigues vivo!

El sueño me arrastra a un lugar fuera de este mundo. Siento manos que me tocan, aunque ignoro sus intenciones. Mis sentidos se confunden: puedo ver lo que ocurre afuera, como si mi espíritu flotara sobre mi cuerpo inerte. ¿Será el cielo? ¿Ángeles que me cargan?

Alguien me lleva. Sus pasos son firmes y veloces. Lo noto: me he vuelto más ligero, como si hubiera abandonado mis pertenencias en el camino.

La conciencia regresa lentamente. El día se apaga y el frío de la noche comienza a envolvernos. De pronto, me dejan caer al suelo, brusco, pero vivo.

Abro los ojos, aún nublados. Y entonces lo reconozco: Aslan. Me ofrece agua.

«Ese sueño… insoportable —pienso—. Sentía cada segundo como si fuera real».

—Aslan… hermano… gracias a los dioses que me encontraste. Pensé que iba a morir aquí, solo.

Aslan me observa, confundido y preocupado. No entiendo el motivo, pero lo único que importa es que respiro. Caminamos juntos hacia Yeni Antalya. El silencio nos acompaña, roto solo por nuestras pisadas. Todo mi ser permanece alerta, como si la noche misma acechara.

«Aslan ha cambiado… demasiado», pienso.

Al fin divisamos la entrada de la ciudad. Desde fuera, Derinkuyu parece un fantasma: mezquitas derruidas, casas oxidadas, tiendas corroídas por el tiempo. Pero al cruzar la compuerta subterránea, la vida resurge. Las habitaciones iluminadas laten como pequeños corazones. El mercado vibra de actividad, como si la catástrofe nunca hubiera sucedido.

La ciudad está dividida en sectores, cada uno con sus propias leyes y miserias. El mío es el Búnker Número Cuarenta. Neutral, dicen. Nadie osa cambiarle el nombre: sería un sacrilegio. Para mí, es un recordatorio perpetuo de tristeza. Pero también es lo único que tengo.

—¡Contraseña! —gruñe el guardia.

—Cállate, ya nos conoces —responde Aslan, lanzándole diez tapas.

—De acuerdo, esa es la contraseña —sonríe con descaro.

Entonces lo descubro: no llevo ya mi equipamiento. La furia me quema. He perdido todo, cada esfuerzo, cada riesgo. Mis superiores no aceptarán excusas. Sin embargo, sigo vivo. Eso es lo único que me protege ahora, dentro de estas paredes de arenisca.

La alarma suena: la noche cae sobre Yeni Antalya. Camino como un autómata, sostenido solo por la memoria muscular. Llego a mi puerta, retiro el seguro y me dejo caer en la cama. El alivio de sentirla bajo mi cuerpo es uno de los pocos placeres que este mundo aún concede.

Intento recapitular lo ocurrido, pero el sueño me atrapa sin resistencia. Y la oscuridad vuelve a reclamarme.



#246 en Ciencia ficción
#844 en Thriller
#388 en Misterio

En el texto hay: misterio, traicion, postapocaliptico

Editado: 11.08.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.