A la mañana siguiente, olvidé cerrar la puerta de mi habitación. Desde el pasillo cualquiera podía ver el caos que guardaba en su interior.
Todo era un desastre: papeles, planos y mapas esparcidos por el suelo, montañas de libros de Borges, Orhan Pamuk y Kafka que hacían imposible caminar sin tropezar. Sin embargo, a pesar del desorden, los libros eran lo único intacto: todos estaban leídos, subrayados, llenos de notas en los márgenes, ordenados como si fuesen reliquias sagradas.
Sobre mi escritorio descansaba un portarretratos envejecido. En él se distinguían, apenas, las figuras de un niño y sus padres; el tiempo había borrado sus rostros. Nadie sabía que aquel retrato ocultaba, tras de sí, una caja fuerte. Nadie lo sospechaba.
En Yeni Antalya todos saben que soy un hombre solitario. No me queda familia, no me quedan seres queridos. Quizás llevo demasiado tiempo atado a un pasado del que solo me quedan fragmentos. Y ese pasado me devora poco a poco. Mi entorno refleja mi ruina: mi habitación es un espejo de mi vida. Ni siquiera la bombilla del techo funciona; prefiero perderme en un libro antes que poner orden en el caos que me rodea.
Sé que necesito un cambio, pero me digo a mí mismo que será en otro fin del mundo. En este, no sucederá.
Vivo en el Búnker Cuarenta, conocido entre algunos como el bendecido. Allí, cada persona debe trabajar ocho horas diarias, sin importar la edad. Es la única forma de mantener en pie los sistemas eléctricos, los filtros de aire y agua, y las pequeñas granjas donde cultivamos una copia barata del té turco. También abastecemos a comerciantes que se arriesgan a llevar nuestros productos a otros búnkeres o incluso a asentamientos sin ley.
Pero nuestra civilización renacida no aprendió nada de la historia. Hemos vuelto a las miserias de los viejos gobiernos. Yeni Antalya es regida por un nuevo Imperio Otomano, donde el sultán es escogido por sangre y no por voluntad del pueblo.
Antes, un solo sultán gobernaba toda la ciudad. Pero eso cambió cuando Suleimán II fue asesinado, envenenado por un cuchillo que le atravesó la espalda. Desde entonces, cada búnker tiene su propio sultán, cada cual con sus reglas y sus enemigos. El contacto entre sectores está prohibido: ni hablar, ni comerciar, ni cruzar sus fronteras. Y si alguien mata a un miembro importante de otro búnker, todo Derinkuyu lo perseguirá. La recompensa: mil tapas por su cabeza.
Al mediodía seguía tirado en mi cama. Noté mi cuerpo debilitado, la musculatura perdida después de aquella expedición inútil. Si hubiera pasado un día más afuera, quizá no habría regresado. Con temor, caminé al baño. El espejo me devolvió la imagen de un hombre irreconocible: el cabello enmarañado, la barba crecida como la de un vagabundo, las costillas marcadas bajo la piel. Por un instante pensé que me daría un infarto. «¿Cómo he podido tratarme de esta manera?», me recriminé.
Respiré hondo y, con las manos temblorosas, tomé unas tijeras. Me corté el cabello al ras, estilo militar, y recorté mi barba en forma de candado. El rostro que vi después no era tan terrible como había imaginado, pero mis ojos, mi piel y mis huesos hablaban de un hombre derrotado. El hambre y la fatiga me estaban consumiendo.
Pienso a menudo en mis padres. He intentado reconstruir su historia, conocer sus nombres, entender quiénes fueron. Pero cada intento ha sido en vano. Ya no me importa cómo acabó el mundo; lo que me duele es no saber de dónde vengo. Y quizá nunca lo sabré.
Al revisar el reloj me sobresalté: estaba atrasado y no había reportado mi regreso. El pánico me atravesó. El castigo por la desobediencia era cruel, inhumano. Mahmud III, nuestro actual sultán, es un tirano sin piedad. No conoce de compasión. Los trabajadores como yo no somos más que engranajes desechables en su maquinaria. Estoy condenado a obedecer.
Decidí salir de la habitación. Necesitaba aire, aunque fuese el viciado de los túneles. Caminé sin rumbo, buscando a mis camaradas, intentando olvidar la losa de mi propia negligencia.
—¡Kaan, mi amigo! —La voz de Demir me taladró los oídos—. ¿Cómo estás, hombre? Todos pensábamos que habías muerto en tu expedición, ¡pero me alegra ver que estábamos equivocados! Dicen que fue Aslan quien te encontró y te trajo de vuelta. ¿Es cierto?
«No te soporto, Demir. No quiero verte».
Demir arrastra una reputación de traidor. Lo llaman la espada de doble filo, por sus tratos oscuros y alianzas cambiantes. Solía vivir en el Búnker Veintidós, rebautizado como Kiliçya, con un nombre cargado de propaganda política. Respondí a sus preguntas con desgano, repitiendo una y otra vez la historia de mi “muerte evitada”. Pero algo en él me inquietaba. Su actitud era distinta. Llevaba un uniforme nuevo, de corte imperial, y una insignia que brillaba demasiado para pasar desapercibida.
Entonces llegaron Aslan y Can.
Aslan era robusto, de cabello rubio rizado y ojos azules. Tenía una fe obsesiva, supersticiosa, y una presencia imponente que imponía respeto, aunque nunca me transmitió confianza. Habitaba en el Búnker Once, llamado Barışya, antaño un santuario de paz.
Can, en cambio, vivía en el Búnker Siete, Şuraya, el sector más importante de todos. De complexión fuerte, cabello castaño y rizado, y ojos oscuros, irradiaba una calma que contagiaba a cualquiera. A diferencia de Aslan, Can ofrecía consuelo, como si su sola presencia aliviara el peso del mundo.
Eran mis compañeros de viaje, mis camaradas, y verlos me reconfortaba.
—Brindemos por el regreso de nuestro amigo —dijeron los tres al unísono, levantando botellas de rakı—. ¡Hoy celebramos que has sobrevivido una semana en el árido valle! ¡Hip, hip, hurra!
«¿Una semana? ¿Cómo es posible?», pensé. Algo no encajaba, pero oculté mis dudas tras una sonrisa falsa. La insignia de Demir, su cercanía con Aslan, la sensación de que todo era distinto… me confundían.