Después de un rato empacando nuestras cosas, partimos hacia la ansiada libertad, vestidos con ropa de camuflaje y adornados con falsas medallas imperiales que habíamos fabricado.
El camino no sería sencillo: la ciudad entera estaba plagada de soldados en cada esquina. Nuestro primer destino era Barışya, a solo unas horas de distancia. En circunstancias normales, Barışya era el sector más pacífico de Yeni, pero con el estado de alarma ningún lugar podía considerarse seguro. Llegar allí nos acercaría a la Zona Cero, conectada por una alcantarilla abandonada cuyas aguas, aunque corrosivas, todavía permitían el paso.
—Mantente en silencio, Kaan —murmuró Can—. Veo soldados al frente.
Nos desviamos de la ruta principal, evitando ser detectados.
«Vaya día… no he descansado ni probado bocado desde que desperté. Estoy agotado», pensé. La única motivación que me mantenía en pie era no morir.
Sin darme cuenta, ya estábamos llegando a Barışya. Mi boleto dorado estaba cerca.
—El primer obstáculo lo superamos sin problemas —dijo Can—. Ahora debemos escabullirnos hasta entrar en la alcantarilla abandonada.
—¡Deténganse ahí! ¡Soldados de Osman II! —gritó una voz.
Can me miró con firmeza.
—¡Corre!
Y corrimos. La persecución estalló tras nosotros. Las alarmas resonaron por toda la ciudad y las puertas principales se cerraron como trampas. Estábamos acorralados. De esquina en esquina esquivábamos disparos, hasta que uno alcanzó la pierna de Can.
—¡No, Can! ¡No voy a dejarte aquí! —grité.
Seguimos corriendo, no sé cuántos minutos, hasta que vimos la entrada a la alcantarilla. Con un último esfuerzo destrocé la puerta oxidada y saltamos dentro.
—¡Mierda! El agua me está quemando la ropa —gimió Can.
—Resiste. No morirás aquí, no ahora —le respondí, temblando.
Pero la realidad era cruel: la sangre de Can no dejaba de manar. Los gases y charcos del túnel podían matarnos en menos de media hora. Lo cargué en mi espalda, empapado en su sangre, decidido a no perder a la última persona que me quedaba. Caminamos hasta encontrar un rincón, y allí intenté detener la hemorragia.
Can me tomó del brazo, apenas con fuerzas:
—Kaan, no te preocupes. Ya estoy muerto. Toma esta nota, guárdala con tu vida. Aquí también está el cuchillo… el que usaron para culparte. Lo robé cuando te liberé. Cuando me encuentren, creerán que fui yo el asesino. Considéralo mi perdón. Eres un hombre libre.
Sus ojos se apagaron en silencio.
Me quedé temblando. No podía aceptar perderlo. Lo había perdido todo.
Pero ahora tenía una misión: alcanzar la superficie, vivir para recordar a Can.
El tramo final del túnel era distinto a cualquier otro que había explorado. Las paredes estaban cubiertas de símbolos antiguos, ilegibles, restos de un mundo olvidado. El agua tóxica disolvía mi ropa, y los gases me arrancaban el aire de los pulmones. Había olvidado traer una máscara. Otra vez, mi propia imprudencia me condenaba.
Aluciné con figuras y voces, pero seguí avanzando. Con lo último de mi fuerza golpeé la tapa de la alcantarilla hasta que cedió. La plancha cayó al agua y se deshizo en segundos.
La luz del sol me cegó. El viento seco y el polvo entraron en mis ojos. Pero estaba libre. Nadie me perseguía ya. Tenía otra oportunidad para empezar de nuevo.
Caminé sin rumbo, buscando un nuevo hogar. Cerré mi diario: no quería seguir escribiendo mi vida. Dejé el último capítulo inconcluso.
En un bar maloliente, donde me refugié, pagué unas cervezas con las pocas chapas que me quedaban y las dejé sobre la barra. Miré al camarero: en su rostro creí ver un eco del pasado, como si una chispa de Can se escondiera en él. Tal vez era el alcohol. Tal vez la locura.
Un susurro me recorrió el oído, una voz que no supe de dónde venía. ¿Del camarero? ¿De mi propia alma quebrada? No lo sé. Pero sentí que debía dejar allí una copia de mis recuerdos, un testimonio de lo que fuimos.
Y así lo hice.
Después me marché, tan rápido como pude.