Echoes — Voces del pasado

RUIDO BLANCO

DISTRITO MARGINAL, MIAMI – 30 DE OCTUBRE DE 1997 – 5:12 P.M.
El calor pegajoso de Miami se aferraba a las paredes como si el día se negara a morir. Las calles del barrio marginal estaban vivas de sonidos: el rugido lejano de motocicletas, gritos de niños jugando descalzos y el eco rítmico de una bachata que alguien dejaba escapar desde una ventana abierta. Entre esas sombras gastadas por el tiempo, en un viejo departamento de muros resquebrajados y persianas torcidas, Jane Miller caminaba torpemente, jadeando con cada paso.
Una contracción la sorprendió a medio pasillo. Sintió como si una fuerza invisible le retorciera el vientre desde dentro. Se aferró a la pared, sus dedos temblorosos dejando marcas de sudor sobre la pintura desgastada. Jadeó, gruñó, y dejó que su frente reposara contra el marco de la puerta. El dolor era agudo, seco, como un cuchillo enterrado que no terminaba de girar.
— ¡Deke...! — Alcanzó a decir, con voz ronca.
En la sala, Deke, su pareja, permanecía en el sofá con una cerveza barata en la mano y los pies encima de la mesa. La televisión iluminaba su rostro inexpresivo con tonos azules intermitentes. Apenas volteó la cabeza al escucharla.
— ¿Otra vez con eso? — Bufó — Estás bien. Si fuera en serio ya hubieras parido hace rato.
Jane apretó los dientes, con lágrimas de impotencia en los ojos. No era la primera vez que Deke la ignoraba, ni sería la última. Su cuerpo, cargado por los nueve meses de embarazo y el abandono emocional, comenzaba a ceder.
Al otro lado del pasillo, asomada desde el porche de la casa vecina, Doña Estela, una mujer cubana de unos sesenta y tantos años, miraba la escena con los ojos entrecerrados y la ceja arqueada como si supiera perfectamente lo que estaba pasando. Tenía puesto su bata floreada de andar por casa, chancletas ruidosas y un moño mal hecho en lo alto de la cabeza. Con un suspiro resignado, se quitó el delantal, dejó su café con leche a un lado y salió caminando a toda prisa.
— ¡Ay, por el amor de Dios! ¡Esta muchacha va a parir ahí mismitico y ese vago no hace ná! — Murmuró mientras se acercaba con pasos firmes, chancleteando por el suelo como si fueran tambores de guerra.
Cuando llegó a la puerta, vio a Jane casi desplomada, con el rostro desfigurado por el dolor.
— ¡Mija! ¡Tú no puedes estar así! ¡Levántate, que no te vas a morir aquí como una perra abandoná, no señora! — Dijo mientras la tomaba por debajo del brazo, con una fuerza que nadie esperaría de una mujer tan menuda.
— No puedo... Me duele mucho... — Gimió Jane con dolor palpable en el aire.
— Claro que te duele, chica, ¡Si vas a sacar un ser humano por la cosita esa! Pero tú no estás sola, ¿Oíste? ¡Vamos, respira hondo y échate pa'lante!
Con cuidado y empuje, Doña Estela la ayudó a bajar las escaleras y cruzar la pequeña calle. Al ver un taxi amarillo que venía doblando la esquina, no dudó en levantar la mano con una energía feroz.
— ¡Eh, chofer, pare ahí mismo! ¡Es una emergencia, Compay!
El taxi se detuvo de golpe. El conductor un hombre mayor, de expresión cansada no hizo preguntas. Apenas levantó una ceja al ver a la embarazada doblada del dolor, y con un gesto seco les abrió la puerta trasera.
— Vamos, mi niña, que tú puedes. Respira... Así mismo... Eso es. Ya casi estamos.
Mientras el auto avanzaba por las calles llenas de baches, Doña Estela le sujetaba la mano con firmeza.
— Tú no te preocupes por ese comemierda de Deke, ¿Oíste? Ese no vale ni medio mojón. Tú vas a tener esa niña, y va a salir linda y fuerte. No estás sola, Jane. Tienes a esta vieja chismosa a tu lao, ¿Qué más tú quieres?
Jane, entre jadeos, sonrió con la boca apenas abierta. Era una sonrisa rota, pero real. Por primera vez en muchas semanas, alguien la hacía sentir acompañada.
~ HOSPITAL CENTRAL DE MIAMI – 31 DE OCTUBRE DE 1997 – 4:37 A.M. ~
Después de más de quince horas de gritos ahogados, contracciones que desgarraban y lagunas de conciencia, Jane Miller finalmente dio a luz.
La habitación estaba envuelta en una luz blanca y opaca. Las sábanas estaban empapadas en sudor, y Jane tenía los ojos semicerrados, la piel pálida y los labios partidos. Pero aún así, sostenía con fuerza a la criatura que le habían colocado sobre el pecho una niña diminuta, de piel rosada y cuerpo tembloroso, con los puñitos cerrados como si ya viniera al mundo lista para pelear.
— Cuarenta y nueve coma tres centímetros... Tres kilos clavados — Anunció con voz seca la pediatra mientras llenaba una hoja con trazos mecánicos. Era como si esa niña no fuera más que otra cifra para registrar.
Jane no la escuchaba. Sus sentidos estaban centrados en la criatura que había acunado instintivamente contra su pecho. Su cuerpo todavía dolía, su cabello estaba pegado al rostro, y sus piernas no dejaban de temblar. Pero su mirada estaba serena. Había un tipo de calma extraña que sólo sienten las mujeres cuando sobreviven al infierno del parto, la calma de quien ha vencido algo imposible.
La pequeña buscó instintivamente el pecho, y Jane, sin pensarlo, guió su boquita hasta su seno. La conexión fue inmediata. Los ojos de Jane se llenaron de lágrimas, esta vez no por dolor, sino por una ternura que la tomó desprevenida. La niña era tan frágil, tan suya… Como una muñeca de porcelana rescatada de una tormenta.
La puerta del cuarto se abrió con un crujido perezoso. Y allí estaba Deke, con su ropa arrugada, aliento a cerveza y la misma expresión vacía con la que había vivido los últimos meses. Se acercó sin prisa, miró a la niña como quien observa un objeto que no pidió y suspiró con desprecio.
— ¿Una niña? — Dijo finalmente — Tanto show por esto...
Jane lo miró sin poder contener el nudo en la garganta. Esperaba poco de él, pero esas palabras fueron cuchillas. Quiso decir algo, defender a su hija, a sí misma... Pero estaba demasiado agotada. Demasiado rota.
Deke ni siquiera se sentó. Miró el reloj, bufó, y antes de salir por la puerta murmuró con desgano
— Espero que al menos no salga tan inútil como tú.
Y se fue sin decir nada más. Las enfermeras se quedaron mirando en silencio, incómodas. Una de ellas cerró la puerta con cuidado, sin atreverse a decir palabra. Jane solo bajó la cabeza, presionando a su bebé contra su pecho, como si quisiera protegerla del mundo entero.
~ DOS HORAS MÁS TARDE ~
— Permiso, mi niña... ¿Cómo sigue la princesa?
La voz de Doña Estela resonó como una caricia. Entró con una pequeña bolsa de plástico en la mano y una expresión de ternura en el rostro. Había estado allí toda la madrugada, esperando en la sala, preguntando a cada enfermera que pasaba, llevándoles café a los celadores para enterarse de cada cosa que ocurriera.
— Está bien... Está dormida — Dijo Jane, la voz aún ronca, pero más cálida.
— Qué bueno, mija, qué bueno... — Respondió Estela, dejando la bolsa sobre la mesita. — Te traje un caldito de pollo que hice en la casa. Calentico, como pa levantar a un muerto. Tú necesitas fuerza, mi niña. Lo que viene ahora también es duro ¿Sabes?
Jane asintió en silencio, y mientras sorbía con dificultad una cucharada del caldo, no pudo evitar que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas.
Estela se acercó y le limpió el rostro con un pañuelo. No preguntó nada. No hizo falta.
— Y no te me preocupes por el papeleo, ¿Oíste? Ya hablé con la gente del mostrador. Me van a dar los formularios y yo te los lleno. Ese vago tuyo ni se apareció otra vez. Y ni falta que hace. Aquí la que parió fuiste tú, y punto. Esta niña es tuya, y de nadie más.
— Gracias, Doña Estela... No sé qué haría sin usted — Murmuró Jane con un hilo de voz.
— Pues ahora lo sabes. No estás sola. Ya tú eres parte de esta cuadra, y esa niña también. Cuando salgas del hospital, tú vienes pa mi casa si necesitas ayuda. Yo cuidé a cinco, y a uno más no le voy a decir que no.
Se quedaron en silencio por un instante. La niña hizo un pequeño ruidito en sueños, algo entre llanto y bostezo, como si se supiera el centro del mundo.
Estela se inclinó y la miró de cerca.
— ¿Y ya pensaste el nombre, mi amor?
Jane acarició la cabecita de su hija y suspiró.
— No aún. Pero... Siento que cuando lo sepa, lo sabré en el alma.
— Así es como tiene que ser. Porque ese nombre la va a seguir to’ la vida ¿Eh? Nada de inventos raros ni cosas gringas sin sentido. Dale un nombre con fuerza. Con historia.
Jane sonrió, la primera sonrisa genuina en muchas horas.
Estela volvió a su silla, se acomodó como si pensara quedarse allí todo el día, y suspiró.
— Nació en Halloween, mija. En plena madrugada. Como si la vida misma le dijera, Vas a ser distinta. Vas a dejar huella, tú verás... Esta chiquita va a dar que hablar. De eso estoy segura pero espero sea para bien y no para mal como el mojon de tu marido.
Y en el silencio del amanecer, entre el sonido lejano de ambulancias y la respiración suave de un recién nacido, una nueva vida comenzaba a escribir su historia.
~ DISTRITO MARGINAL, MIAMI – 16 DE ENERO DE 1998 – 1:16 P.M. ~
El sol de enero caía sin misericordia sobre el barrio, haciendo que el concreto hirviera y las ventanas de los apartamentos viejos reverberaran luz como espejos mal pulidos. Las calles del distrito marginal estaban llenas de niños jugando descalzos, mujeres colgando ropa en balcones oxidados y el sonido de alguna radio que desde algún lado reproducía boleros viejos o salsa rancia.
Dentro de un apartamento de paredes agrietadas pero olor a hogar, el sofocante calor era combatido por un ventilador chirriante que giraba sin descanso desde lo alto del techo. Jane, aún con la palidez de quien no había dormido bien en semanas, estaba sentada en un viejo sillón forrado con una manta tejida a mano, descolorida por los años.
Tenía desabotonado el vestido de lactancia, dejando ver parte de su piel y el movimiento suave de su hija recién nacida, pegada a su pecho. Kellie mamaba con los ojos apenas abiertos, tranquila, con los dedos diminutos aferrados a la tela del vestido de su madre. Jane la observaba en silencio, como si intentara memorizar cada centímetro de ese pequeño cuerpo que, a pesar de haber salido de su vientre, aún le parecía irreal.
En la cocina, al otro extremo del apartamento, la señora Estela movía con firmeza una cuchara de madera dentro de una olla grande que soltaba un aroma profundo a comino, ajo y pimiento, ropa vieja con arroz moro, decían los cubanos con orgullo. La mujer, de figura ancha y brazos fuertes como quien ha criado generaciones, vestía una bata de casa color fucsia con flores deslavadas. Tenía los rizos oscuros recogidos con un pañuelo rojo.
Mientras removía el guiso, Estela lanzaba miradas de reojo a Jane, con esa mezcla de ternura y alerta típica de una abuela que siempre está pendiente.
Jane alzó la vista, como si hubiera juntado suficiente valor. Se limpió el sudor del cuello con la parte de su blusa libre y dijo en voz baja
— Señora Estel... Decidí ponerle Kellie a mi hija porque… Era el nombre que me gustaba desde niña. No sé, siempre pensé que si alguna vez tenía una hija, quería que sonara bonito, libre, como algo que no se pudiera romper. Y también... Porque mi mamá odiaba ese nombre.
Estela soltó una carcajada, profunda y ronca como buen trago de ron
— ¡Ayyy, muchacha! ¡Qué cosas tienes tú! Mira que ponerle a la niña un nombre solo pa' joder a tu mamá... ¡Eso sí que es ser cabecidura!
Jane sonrió con una timidez que delataba su juventud, mientras ajustaba el peso de la pequeña Kellie en su regazo.
La señora Estela dejó la cuchara reposando en la olla y se secó las manos en su delantal antes de girarse por completo hacia Jane. Justo en ese instante, desde el otro cuarto, un estruendo retumbó, el sonido inconfundible de algo rompiéndose contra el suelo.
— ¡OYEEE, MÁNOLO! — Gritó Estela con ese arrastre de vocales que solo tienen los nacidos en La Habana — ¡TE DIJE QUE DEJARAS ESA VAINA AHÍ, COJONE! ¡LO VAS A ROMPER TODO, CHIQUILLO! ¡PERO ES QUE TÚ NO OYES O NO TE DA LA GANA DE ESCUCHAR!
Jane soltó una risa breve, ahogada.
— Gracias por dejarme quedarme aquí estos días...
Estela chasqueó la lengua con despreocupación, acercándose a Jane mientras su nieto un niño de unos diez años con cara de culpable salía del cuarto como un gato regañado.
— Muchacha, tú aquí estás mejor que en ese antro con ese hombre amargao. Yo sé lo que se siente estar sola con una cría en brazos y la cabeza llena de preguntas. Aquí no falta arroz, ni cariño. Y tú y esa niña van a tener de sobra de las dos cosas, ¿me oíste?
Jane asintió, bajando la mirada hacia la niña.
Estela la observó en silencio por unos segundos, con las manos en la cintura. Luego, se agachó un poco y pasó los dedos arrugados por la mejilla de la pequeña Kellie, que ahora dormía plácidamente, con la boca apenas abierta y la mejilla pegada al pecho de su madre.
— Tú vas a ver, mi niña... — Murmuró con una voz que cambió de tono, más suave, más grave, más marcada por los años — Esta niña va a cambiar cosas. No sé qué, pero algo se va a mover en este mundo por causa suya. Tiene esa mirada... Como si ya supiera lo que aún no ha pasado. Como si hubiera venido con el mapa en la cabeza.
Jane la miró sin entender del todo.
— ¿Eso es bueno o malo?
Estela no respondió de inmediato. En cambio, se giró hacia la ventana donde entraba el calor denso del barrio, y agregó.
— Ni bueno ni malo, mija... Eso depende del camino que coja. Pero una cosa sí te digo, hay niños que nacen pa’ vivir, y otros que nacen pa’ dejar huella. La tuya... Va a dejar cicatrices.
Y tras eso, regresó a su olla como si nada hubiese dicho, removiendo el guiso con la misma firmeza de siempre, mientras del otro lado de la sala, Jane apretaba un poco más a Kellie contra su pecho, sin saber por qué aquel comentario le dejó el alma temblando.



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En el texto hay: mafia, accion

Editado: 07.06.2025

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