~ LUGAR DESCONOCIDO — FECHA ¿¿?? — HORA ¿¿?? ~
El silencio era espeso como brea. Jane caminaba sin saber cómo había llegado ahí, pero con la certeza de que no debía estarlo. El suelo bajo sus pies descalzos era tibio, húmedo, como si respirara. A cada paso, un leve sonido pegajoso se alzaba en la oscuridad, como si caminara sobre un corazón latiendo. Las paredes eran altas, sin ventanas, forradas con papel tapiz desgarrado que sangraba lentamente por las costuras. Una tenue luz rojiza emanaba desde arriba, sin origen claro, pintando el aire con el color del miedo contenido.
Parecía un hotel, uno antiguo, de esos que se sienten más pesados por los recuerdos que por el concreto. Pero estaba vacío. No de cuerpos, sino de lógica. Las puertas estaban abiertas, pero ninguna conducía a habitaciones. Dentro de ellas, se veían escenas que no tenían sentido, un coche flotando en una sala llena de agua, un columpio girando solo en medio de una ducha, una cuna vacía rodeada de moscas.
Jane avanzaba como en trance, sabiendo que no debía mirar demasiado tiempo hacia ningún lado. El aire le raspaba los pulmones. Cada vez que respiraba, sentía como si algo se arrastrara bajo su piel. No había sangre aún, pero sí presencias. Ecos de algo que aún no había ocurrido, pero que ya estaba condenado a pasar.
El pasillo se extendía más allá de lo que parecía posible, y al final, una figura. Inmóvil. Femenina. De espalda. Su cabello rojo oscuro caía en rizos que se movían con un viento que Jane no sentía. La figura tenía algo familiar. No por el cuerpo, ni por los gestos, sino por la sensación que provocaba. Como una respuesta visceral en el estómago. Instinto puro. Miedo, pero mezclado con algo más... una tristeza hueca, primitiva.
Jane quiso detenerse, pero sus piernas siguieron. Algo en ese andar era inevitable, la figura giró, no caminó ni volteó el cuello. Solo giró sobre sí misma, como una marioneta mal montada. De frente, era peor. No por su cuerpo. Sino por su rostro.
Una máscara. No de teatro, ni de carnaval. Una máscara de cerdo, agrietada, sucia, como sacada de un pantano. No grotesca por sus formas, sino por lo que no mostraba. No había ojos detrás, solo sombras negras. Era imposible saber si estaba viva o si la máscara era, en realidad, la verdadera piel.
Jane sintió el aliento congelarse. Su vientre pesó de golpe, como si su bebé también se encogiera ante aquella visión.
La figura la miró sin mirar.
Y entonces alzó una mano.
Un solo dedo extendido.
No era acusador.
No era agresivo.
Era destino.
Ese gesto parecía decir, tú sabes quién soy.
En ese instante, Jane comprendió. No con palabras, sino con una certeza ancestral que atravesaba el alma. Lo que tenía dentro de ella, su hija, no sería como los demás. Esa figura no era otra persona. No exactamente. Era un reflejo retorcido de lo que podía llegar a ser.
Un eco de algo que aún no había nacido.
Una advertencia, o quizás una promesa.
— Ni bueno ni malo... — Susurró una voz vieja, lejana, la de Doña Estela, flotando en el aire como humo — Depende del camino que coja...
Jane abrió los ojos de golpe.
~ DISTRITO MARGINAL, MIAMI – 17 DE MAYO DE 2004 – 6:12 A.M. ~
El sol apenas se atrevía a cruzar los edificios agrietados del distrito marginal. Las calles humeaban con esa mezcla agria de aceite viejo, sudor y cenizas secas que caracterizaba las mañanas en la zona. En el interior de un pequeño departamento del tercer piso, el silencio era interrumpido apenas por el roce suave de un cepillo entre hebras de cabello color fuego.
Kellie, con sus apenas siete años, se sentaba inmóvil en una silla de plástico resquebrajada, mientras su madre intentaba domar el cabello largo y pelirrojo que le caía en cascada por la espalda. A la luz tenue, sus ojos, una mezcla difícil de describir entre verde y azul, parecían dos piedras marinas que nunca reflejaban lo mismo. A veces, estaban llenos de luz. Otras veces, vacíos.
— ¿Soñaste algo esta noche? — Preguntó Jane sin esperar respuesta.
—Sí… — Musitó la niña, con voz ausente — El señor Gallina dice que no le gustan las puertas cerradas. Las odia.
Jane se congeló por un segundo, pero no dijo nada. Ya estaba acostumbrada. Kellie hablaba sola desde que aprendió a hacerlo. Aunque lo suyo no era simple juego. Era meticulosa. Constante. Recordaba los nombres de sus "amigos" como si fueran miembros de su familia.
El señor Gallina.
La señora del vestido rojo.
El gato de vidrio.
El hombre del sombrero torcido.
Al principio, los profesores de la escuela primaria Riverside pensaban que era solo una niña muy creativa. Brillante, incluso. Sus informes académicos eran excepcionales. Dominaba dos idiomas, resolvía problemas matemáticos con facilidad y escribía con una prosa anormal para su edad. Pero al mismo tiempo, sus dibujos hablaban de cosas que ningún niño debería comprender.
— Ella ve cosas — Susurró una vez su maestra al psicólogo escolar, dejando sobre su escritorio un dibujo en crayón donde un hombre con cabeza de gallina alzaba un brazo, señalando un fuego detrás de una puerta.
~ OFICINA DE ORIENTACIÓN ESCOLAR – JUNIO DE 2004 – 7:00 A.M. ~
Jane y Deke fueron citados una mañana. Ambos llegaron con ojeras marcadas por años de vivir a contracorriente. El psicólogo los esperaba con una carpeta repleta de hojas mal grapadas y dibujos torcidos. Apenas los saludó, se acomodó los lentes con nerviosismo.
— Gracias por venir. Sé que es temprano… Pero esto es urgente — Dijo mientras colocaba uno de los dibujos frente a ellos.
Allí estaba, la figura del “señor Gallina” dibujada con trazos torpes, pero con una claridad inquietante. Una chaqueta universitaria. Jeans azul claro. Zapatillas gastadas. Cabeza de gallina.
Deke frunció el ceño. Jane se llevó una mano al pecho.
— Su hija no solo tiene un coeficiente excepcional. También… Manifiesta síntomas que no podemos ignorar. Este ente, como ella lo llama, no le habla, pero la guía. Le enseña. Le hace compañía. Y no es el único. Mencionó también una mujer con vestido rojo que baila bajo la cama, un gato de cristal que se desarma cuando ella llora, y un hombre de sombrero que le dice cuándo esconderse.
El psicólogo suspiró profundamente y continuó
— Consulté este caso con un colega psiquiatra. Cree que podría tratarse de esquizofrenia paranoide infantil. Es extremadamente raro, pero... No imposible. Con la medicación adecuada, podríamos estabilizarla, ayudarla a distinguir lo real de lo imaginario. Pero… eso depende de ustedes.
Les entregó la carta de derivación. Nadie dijo nada por varios segundos.
~ ESCUELA PRIMARIA RIVERSIDE – 28 DE OCTUBRE DE 2004 – 6:07 A.M. ~
A esa hora, aún no se escuchaba nada más que los pájaros. La ciudad apenas despertaba. Pero dentro del aula de arte, algo latía.
Una botella de alcohol reposaba detrás de una estantería. Había fósforos escondidos entre los crayones. Y Kellie, con su vestido azul cielo y su moño torcido, dibujaba en la esquina de una hoja lo que parecía un teatro en llamas. Sus ojos brillaban.
— ¿Hoy van a bailar? — Preguntó, en voz baja.
El señor Gallina no contestó, pero asintió. Y eso bastó.
A las 9:31 A.M., las llamas salían por las ventanas. La alarma chilló como un animal herido. El aula de arte se convirtió en un horno de papel y plástico. Los profesores corrieron, gritaron. Sacaron a los niños como pudieron. Algunos lloraban. Otros tosían.
Pero Kellie no.
Kellie estaba de pie, en el patio trasero, observando la columna de humo con una sonrisa serena, como si acabara de liberar mariposas.
— Ahora están contentos — Dijo cuando la encontraron — Me dijeron que hacía frío, que estaban tristes. El fuego los calienta. El fuego es una fiesta.
En los escombros, los bomberos hallaron más de treinta dibujos carbonizados, pero aún legibles. En todos, las mismas figuras bailaban entre llamas. Y en el centro, una niña de cabello rojo, con los brazos abiertos.
Sobre cada uno, escrita con crayón rojo, una sola palabra repetida una y otra vez.
Feliz.
Feliz.
Feliz.
Eso fue el comienzo de algo que nadie creyó que volvería.
Los ecos del pasado, reprimidos, silenciados, sepultados bajo capas de olvido colectivo, comenzaban a despertar con una voz renovada. Lo que una vez fue un caso cerrado, una historia de horror enterrada en los titulares viejos del año 1989, ahora tomaba una nueva forma… Más joven, más impredecible.
Y esta vez, no era un hombre el que caminaba entre las sombras con una máscara de gallina.
Era una niña.
Una niña de ojos azul-verdes como vidrio bajo el agua, que sonreía mientras todo ardía.
Porque los monstruos del ayer no siempre mueren. A veces… Solo se reencarnan.
Y Kellie era la prueba viviente de que las pesadillas no terminan. Solo evolucionan.