Echoes — Voces del pasado

TIEMPO MUERTO

Aquel momento quedó grabado en la memoria de todos como un espectáculo tan irreal como devastador. El ala norte del colegio ardía con violencia, las llamas devoraban los pupitres, cortinas y murales hechos por los propios niños. El humo se alzaba como una sombra inmensa sobre el cielo de Miami, mientras el llanto, los gritos y el caos se mezclaban con el chirrido de las alarmas y las sirenas que se aproximaban.
No hubo víctimas fatales, pero sí heridos. Y más que eso, hubo algo que nadie pudo borrar... La impresión. El eco psicológico. El fuego dejó su marca más allá del concreto carbonizado. La dejó en la forma en que los maestros bajaban la voz cuando pronunciaban el nombre de una sola estudiante.
¿Quién tuvo la culpa?
¿La niña de cabello rojo y ojos extrañamente brillantes, que había sido vista rondando el almacén antes de que todo comenzara?
¿Una falla eléctrica? ¿Una chispa descuidada? ¿La negligencia de un docente cansado?
Las teorías abundaban, pero ninguna respuesta era suficientemente sólida.
Lo único que quedó claro es que ese incendio no fue un accidente común.
Y que el expediente de Kellie Miller, de apenas siete años, ya tenía su primera mancha.
Una mancha que no muchos estaban dispuestos a olvidar.
Un sello invisible, como si el fuego le hubiera escrito algo en la piel.
Y aunque nadie lo dijera en voz alta…
Todos sabían que, de algún modo, ella había cambiado algo ese día.
No solo el edificio. También a las personas que la rodeaban.
Porque algo más se había encendido entre esas llamas.
Y eso, no se apagó con agua.
~ BARRIO MARGINAL DE MIAMI – 29 DE OCTUBRE DE 2004 – 3:17 P.M.
El aire en el pasadizo del edificio viejo olía a grasa, humedad y pintura vieja... pero al cruzar la puerta del apartamento 204, todo cambiaba. Dentro, flotaba un aroma cálido y hogareño, como si uno entrara a otra época. Arroz con frijoles negros burbujeaba en una olla de barro mientras un trozo de cerdo adobado se doraba lentamente en el sartén, soltando un olor que hablaba de familia, de tierra, de Cuba. Ese era el pequeño reino de Doña Estela, una mujer de avanzada edad, de voz ronca y temperamento fuerte, que había criado a generaciones enteras en ese edificio, aunque solo una era realmente suya.
En el televisor viejo de tubo, con la imagen algo quemada por los años, pasaban una y otra vez imágenes del incendio en la escuela primaria Riverside. Las llamas consumiendo parte del ala sur, los alumnos evacuando, las autoridades perplejas. No había culpables claros... solo una niña, una muy pequeña, envuelta en un mar de incertidumbre. Nadie quería acusarla directamente, pero su expediente comenzaba a llenarse de manchas antes siquiera de entender lo que estaba haciendo.
Dentro del apartamento, ajena a los noticieros, la pequeña Kellie paseaba descalza por el piso frío. Doña Estela era la única que parecía confiar en ella, como si supiera que, detrás de esa cabecita de rizos rojizos, se escondía algo más que caos. Kellie husmeaba entre los estantes y rincones con la naturalidad de alguien que se siente en casa, incluso cuando su hogar estaba hecho de partes dispersas entre otros. En uno de los cajones de un mueble polvoriento encontró algo: una muñeca de trapo antigua, vestida con un vestido bordado a mano, los botones de sus ojos algo gastados pero aún firmes.
—Abuela... ¿de quién es esta muñeca? — Preguntó la niña con voz suave, levantándola con cuidado, como si no quisiera romperla.
Doña Estela, que removía con una cuchara de palo, giró su cabeza con una mezcla de sorpresa y ternura.
—¡Ay, mi niña! Tú sí que eres curiosa, eh... ¡igualita que tu madre cuando la conocí hace unos años! — Soltó una risa áspera y nostálgica por ver a la muñeca que traía Kellie — Esa muñequita es mía desde que tenía tu edad. Viajó conmigo desde La Habana, la escondí en una maleta vieja entre ropa pa' que no me la quitaran. Siempre la mantuve cerquita, como un recuerdo bueno. Así que, con cuidado, ¿sí? Que esa no es pa’ jugar, es pa’ recordar.
Kellie asintió con esa sonrisa pequeña y sin dobleces que solo los niños saben hacer. Se sentó en el suelo, acomodó a la muñeca a su lado como si fuera una amiga más... y entonces, apareció "ella".
La señora del vestido rojo.
No entró por la puerta. Simplemente... ya estaba allí. Kellie la miró de reojo y la saludó con la naturalidad con la que un niño saluda a una tía que ve todos los días.
— Hola... ando buscando algo con qué entretenerme, porque mi mami no me dejó mis crayolas. — Dijo mientras abría una caja con libros escolares viejos. Eran de los nietos de Doña Estela, que solían quedarse allí después de clases.
La señora de rojo no respondió. Solo la observaba con su sonrisa congelada y su cabeza ladeada. Kellie hojeó un libro de ciencias. Era un texto básico de química de quinto de primaria. Lo abrió con la curiosidad genuina de quien se tropieza con un universo nuevo. Ahí, en unas líneas simples, entendió lo que el alcohol puede hacer con fuego. Recordó el palillo de fósforo. Recordó las chispas. Y entonces, algo se encendió dentro de ella… Pero no era maldad. Era fascinación.
Una sonrisa leve, imperceptible para un adulto, apareció en sus labios mientras leía con avidez. Estuvo así casi cuarenta minutos, concentrada, abstraída, respondiendo en voz baja a comentarios que solo ella escuchaba, mientras pasaba página tras página como si fuera un juego nuevo.
— ¡Kellie! ¡A comer, mi niña!
La voz de Doña Estela la sacó de su ensueño. Kellie cerró el libro con suavidad, lo apretó contra su pecho y corrió a la mesa.
— Abuela, ¿puedo quedarme con este libro? En mi escuela solo se los dan a los grandes... ¡pero me gustó mucho! ¡Quiero aprender más de eso! — Dijo con ojos brillantes, sin ocultar el entusiasmo.
—Ay, bendito sea Dios... — Estela suspiró y se secó las manos en su delantal — Claro que sí, mija. Pero no sé cuánto vas a entender de eso, eh. ¡Tú todavía eres muy chiquita para esas cosas! Mejor agarra una muñeca y juega a la tiendita... — Añadió con una sonrisa melancólica, sabiendo que Kellie no era como las otras niñas.
Esa escena cálida duró unas horas... hasta que se escucharon los golpes en la puerta.
—¿Está Kellie aquí o Jane se la llevó señora Estela? — Preguntó una voz grave desde el pasillo. Deke, el padre de la niña, hablaba sin mirar la puerta. Miraba más su reloj de pulsera que su alrededor. Como si todo fuera una tarea.
— Ash... eres tú... — Refunfuñó Estela al abrir la puerta— ¡KELLIE, TU PADRE VINO A BUSCARTE!
La niña tomó el libro de la mesa. Sus muñecas quedaron tiradas en el suelo junto a una figura de papel que había hecho con uno de sus “amigos”. Caminó con pasos rápidos hasta la puerta.
— ¡Papi! — Gritó con entusiasmo, pero Deke apenas se inmutó. La abrazó de forma mecánica, como si cerrara una caja de herramientas.
— Gracias, señora Estela. Jane le va a dar la semana que le corresponde por cuidar a Kellie. Nos vemos.
— Ajá... nos vemos. — Respondió Estela sin ocultar su molestia. Y cuando la puerta se cerró, lo hizo con un golpe sordo, como si dejara fuera algo más que una niña.
La tele seguía mostrando el incendio. El reportero hablaba de la falta de culpables, de lo extraño del caso, de cómo “una menor de edad” estaba en evaluación. Pero ahí, en el silencio del apartamento, lo único que quedó fue el olor del cerdo al mojo... y una muñeca de trapo sentada frente a la pantalla, con una sonrisa cosida e inmóvil.
Sin saberlo nadie más que los ecos del pasado, aquel acercamiento inocente a la química, ese despertar precoz de la curiosidad frente a conceptos que iban más allá de su edad, fue el primer paso hacia un sendero torcido.
Lo que para otros niños era una simple materia escolar, para ella se volvió un lenguaje secreto. Una forma de comprender y controlar el mundo. Aquellos compuestos, esos símbolos, las reacciones entre sustancias… No eran solo fórmulas, eran puertas. Y Kellie las abrió con una facilidad escalofriante.
Y aunque nadie lo sabía en ese momento…
Ese fuego fue apenas una chispa.
El primer rugido de una tormenta que venía gestándose desde que Kellie balbuceó sus primeras palabras frente al televisor encendido, mientras el eco lejano de los crímenes del ’89 aún latía como una herida mal cerrada en las entrañas de Miami.
Porque lo que Kellie sería en su vida, no estaba escrito en su cuaderno de tareas.
Estaba impreso en llamas, en sangre, y en susurros que solo ella podía escuchar.
Y ahora, el mundo comenzaba a sentir el calor de aquello que ella, con una sonrisa serena y ojos verde-azulados, aún no sabía cómo contener.
~ ESTACION DE POLICÍA DE MIAMI — 4 DE JULIO 2017 — 4:20 P.M ~
La estación vibraba de tensión. Afuera, aún quedaban ambulancias apagando sirenas mientras los reporteros lanzaban preguntas frenéticas desde detrás de la cinta amarilla. Adentro, los oficiales hablaban rápido, sus botas resonaban sobre el piso sucio y rayado por años de caos acumulado. El aire olía a sudor, a tinta de documentos viejos, y a un miedo mal disimulado.
En una de las bancas metálicas, una figura femenina sobresalía como una mancha de sangre en un quirófano. Estaba sentada con los tobillos cruzados y la espalda recta, las manos esposadas detrás de su espalda. Su cabello rojo, rizado y rebelde, caía en cascadas desordenadas sobre su rostro. La luz blanca del fluorescente arriba suyo hacía que pareciera una llama viva que se negaba a apagarse.
Kellie.
El nombre no lo había dicho nadie en voz alta. No aún. Las otras mujeres detenidas por robos menores, violencia doméstica o alteración del orden, se mantenían lejos de ella, como si un instinto primitivo les susurrara que algo en esa chica no era normal. Que esa sonrisa suya, tan calmada y casi juguetona, escondía algo más profundo. Algo roto. Algo peligroso.
Entonces alzó la cabeza.
Y lo vio.
Allí estaba. De pie frente a ella.
La silueta era familiar, como un fantasma que regresa cada vez que el mundo intenta dormir. Un hombre alto, en silencio, con una chaqueta universitaria desteñida, jeans azules y una máscara de gallina agrietada por el paso de los años. No dijo nada. No lo necesitaba. Su sola presencia hablaba.
Kellie esbozó una sonrisa pequeña. No de burla. Tampoco de alivio. Era algo en el medio. Como si viera a un viejo amigo con quien compartía secretos que nadie más debía conocer. A su alrededor, nadie más lo veía. Solo ella. Las reclusas la observaron en silencio, tensas, cuando empezó a reírse suavemente.
Una risa femenina, suave, casi hipnótica. Como un canto de sirena.
— Por fin apareces... — Murmuró, como si la conversación no tuviera que ser compartida con nadie más — Solo te diré que casi lo hago. Y habría dejado marca. Algo... Bonito.
Los oficiales que pasaban cerca se detuvieron por un segundo. Uno de ellos frunció el ceño. La mirada de la chica se mantenía fija en el aire, hacia nada. Y sin embargo... parecía estar hablando con alguien.
— Creo que me volverán a meter en el loquero... — Continuó ella, ladeando la cabeza — Pero da igual, ¿No? Como si fuera peligroso... Como si no fuera lo que todos ellos merecen...
Su voz se quebró apenas en esa última frase, pero fue más como una carcajada disimulada. Los oficiales se miraron. Uno de ellos caminó hacia la sala contigua.
— ¿Ya llegó el psiquiatra? — Preguntó a la recepcionista, quien hojeaba un expediente.
— Está en camino. Confirmaron que era el único dispuesto a verla. Todos los demás... rechazaron el caso cuando supieron quién era.
— ¿Y quién carajo es?
— Kellie Miller.
Hubo un segundo de silencio. El oficial abrió la boca para decir algo, pero se detuvo. Ese apellido... Lo había escuchado antes.
La recepcionista continuó.
— Lo increíble es que el doctor que vendrá... Trabajó hace años con la policía. Él participó en el caso de aquel tipo de la máscara de gallina. ¿Recuerdas? El del 89. El carnicero de Miami. Lo que quedó del caso está sellado, pero ese psiquiatra lo vivió de cerca. Maldonado. Doctor Félix Maldonado.
El nombre hizo eco en los pasillos.
Y en ese momento...
La puerta de acceso lateral se abrió lentamente con un chirrido oxidado.
Los pasos de alguien viejo, arrastrados pero firmes, avanzaron con decisión. Un hombre alto, de cabello blanco y barba recortada, ingresó al edificio con un maletín de cuero en una mano y una carpeta azul en la otra. Su bata llevaba el nombre bordado con letras bordó: Dr. Félix Maldonado.
Se detuvo frente a la mesa de recepción, sin mirar a nadie directamente. Como si ya supiera a lo que venía.
— ¿Dónde está la paciente?
— En la celda de observación tres... Pero... Le advierto que no es como los demás.
El doctor la miró por encima de sus lentes y, con una voz que parecía una mezcla entre agotamiento y experiencia, respondió.
— Hace muchos años dije lo mismo... Sobre un hombre que usaba una máscara de gallina.
Y sin esperar otra palabra, se dirigió a la sala de observación, donde una niña que ya no era una niña lo esperaba... Riendo en silencio con su viejo amigo invisible.



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En el texto hay: mafia, accion

Editado: 19.06.2025

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