El doctor Félix Maldonado apenas frunció el ceño al verla.
Kellie Miller estaba esposada de pies y manos, sentada entre otras reclusas que se alejaban de ella con una mezcla de repulsión y miedo primitivo. Sus rizos encendidos parecían aún más desordenados bajo la luz blanca y parpadeante del fluorescente. Su mirada, sin embargo, era todo menos desordenada: fija, brillante, absorta. Como si ya supiera qué iba a pasar.
El doctor soltó un suspiro leve. Cruzó los brazos con calma y se volvió hacia los oficiales que vigilaban.
— Podrán tener sus motivos — Dijo, con voz firme y cansada — Pero yo trato como humanos a todos. Llévenla al cuarto ese donde interrogan criminales. Cuando la dejen ahí, pónganle solo una esposa al tobillo, sujeta a la anilla del suelo. No necesita estar atada como un animal.
Su tono no admitía réplicas. Sin necesidad de elevar la voz, impuso su presencia con un solo parpadeo de autoridad. Los pasos del doctor resonaban acompasados con el tic del reloj de la pared, arrastrando miradas en cada esquina por la que ccruzaba.
Cuando finalmente fue escoltada al cuarto de observación, Kellie caminó sin resistencia. Las esposas tintineaban con cada paso. Al entrar, se sentó como si regresara a una vieja silla conocida. Ni un atisbo de temor. Más bien... Entusiasmo.
Minutos después, Maldonado entró.
Tomó el expediente psiquiátrico y criminal de Kellie de manos del oficial de guardia. Era grueso. Pesado. Lleno de hojas arrugadas, informes ilegibles y dibujos adjuntos con clips oxidados. El doctor dejó el maletín en el suelo, arrastró la silla frente a ella y se acomodó sin apuro. Se puso los anteojos.
Empezó a leer.
— Hmm… largo historial — Murmuró — Pero siempre las mismas pruebas... Dibujitos, test de manchas, medicamentos... Nada fuera de lo típico.
— Al parecer hay alguien que sí fue a la universidad — Bromeó Kellie alzando una ceja, luego leyó su credencial colgada — “Doctor Félix Maldonado.” Nombre curioso tiene usted.
Él no respondió. Solo pasó otra página.
— Y tú, observadora desde el inicio. Vamos a ver… — Murmuró — Primer incidente a los seis años. Escuela primaria Riverside. Presunto incendio provocado. Evaluación inicial del psicólogo institucional: La menor afirmó que ‘sus amigos imaginarios sentían calor’.
Kellie ladeó la cabeza al oírlo. Una sonrisa fina apareció en su rostro, mientras sus ojos se desviaban hacia el costado, como si alguien más estuviera allí. No dijo nada. Solo negó con la cabeza, muy levemente. El doctor siguió leyendo sin levantar la mirada.
— A los doce años, homicidio múltiple con cinco miembros de una pandilla local muertos. Método: dispositivo incendiario improvisado a base de productos de limpieza. Motivo declarado ‘Curiosidad científica’. Sentenciada a correccional de menores por un año.
Pasó otra página.
— A los catorce años, reincidencia. Explosión en laboratorio escolar. Quince heridos. Gas cloro. La única no afectada fue la perpetradora, que abandonó el salón minutos antes. Motivo aparente: el docente acosaba a estudiantes.
— Las otras almas caritativas tenían que servir como señuelo — Interrumpió Kellie con voz suave pero punzante, su tono más animado que nervioso — Nadie sospecha de una niña que llega temprano al laboratorio… O que sabe la fórmula exacta de cómo quemar a alguien sin tocarlo.
Volvió a girar su rostro hacia el vacío a su derecha. Asintió, como si respondiera a algo que solo ella podía oír.
— Si vas a quedarte ahí, al menos no hables todo el rato — Murmuró con naturalidad, y luego se giró nuevamente hacia Maldonado — Continúe, doctor.
Maldonado la observó por un momento. No con miedo, sino con la paciencia de quien lleva demasiados años lidiando con el lado más oscuro de la mente.
— También hay antecedentes por peleas callejeras, robos menores, portación ilegal de arma blanca… Todos archivados por ser menor. Y sin embargo, aquí estás — Cerró el expediente con un golpe seco — Una mente brillante. Alta capacidad cognitiva. Habilidad en combate. Conocimiento en química y reacciones violentas. Eres... Un combo letal.
— ¿Y eso qué significa? — Preguntó Kellie, estirando la pierna esposada, haciendo sonar la cadena contra la anilla de hierro del suelo.
— Significa que serás trasladada — Respondió el doctor, retirándose los lentes — A un sanatorio mental, Kellie. El Centro Psiquiátrico de Miami General. No será como una correccional. No se trata de castigo. Se trata de contención.
— ¿Contención? — Repitió ella con una risa nasal — ¿Van a contener mi cerebro? ¿Van a medicar a mis ideas?
— Van a intentar ayudarte — Dijo el doctor, tomando el maletín — Te derivaré con un psiquiatra clínico que conozco allí. Él supervisará tu tratamiento. Medicación, terapia, evaluaciones. Estarás allí al menos un año.
— ¿Y después?
— Dependerá de ti.
Maldonado se levantó. Caminó hacia la puerta. Se despidió sin voltear.
— En 40 minutos llegará la van del sanatorio. Avisen al personal que no necesita camilla… Pero sí vigilancia constante.
La puerta se cerró tras él. El silencio quedó flotando.
Kellie bajó la mirada. El juego comenzaba.
Y entonces vinieron ellos.
Las alucinaciones aparecieron una por una, manifestándose en los rincones de la sala. Figuras distorsionadas, personas hechas de humo, voces conocidas y desconocidas que hablaban, reían, murmuraban. Ninguna amenazante… Aún. Algunas la aplaudían. Otras bailaban. Una le ofrecía una flor hecha con papel de expediente.
Ella reía entre dientes.
— Ay, ya... Déjenme pensar — Dijo como una anfitriona fastidiada pero satisfecha — Si me portara muy, muy bien… ¿Será que me dan acceso al laboratorio del sanatorio?
Silencio.
Solo la risa de la propia Kellie, ahogada en murmullos invisibles, llenó la sala como una brisa inquietante.