SANATORIO MENTAL GENERAL DE MIAMI — HABITACIÓN E-12 — 7:30 A.M. — 27 DE DICIEMBRE 2017
El zumbido agudo de la cámara de seguridad fue lo primero que llenó la conciencia de Kellie al abrir los ojos. El dispositivo giraba con su patrón cíclico, vigilando con impasibilidad, como si tuviera ojos propios. El sonido constante de una gotera acompasaba la escena, cayendo desde una tubería oxidada que nadie parecía reparar, creando un eco monótono en la blancura acolchada de su habitación.
Kellie parpadeó lentamente, como si con ese gesto pudiera barrer las visiones nocturnas que la habían acompañado hasta el sueño. Se incorporó con calma. Sus pies tocaron el suelo acolchado. El aire tenía ese olor áspero de cloro y desinfectante que nunca se iba. Pero lo que verdaderamente captó su atención fue la presencia en la esquina más alejada del cuarto. El punto ciego. Ahí estaba él, como siempre.
El Señor Gallina.
De pie. Inmóvil. Su cuerpo proyectaba una sombra leve que no correspondía con ninguna fuente de luz. La máscara de goma, blanca y amarillenta por el tiempo, ocultaba cualquier humanidad tras esos ojos negros e inexpresivos. No hablaba. Nunca lo hacía. Pero Kellie conocía su lenguaje: el modo en que ladeaba la cabeza para expresar duda, el cruce de brazos para indicar desaprobación, o simplemente esa forma de estar presente, como un juez incorruptible dentro de su mente.
— No me mires así... Sabes que son medidas, y no, no soy débil por dejarme monitorear — Susurró Kellie, dirigiéndose a él con una voz tranquila mientras miraba directamente hacia el rincón.
Se levantó. Caminó hacia el pequeño espejo que le habían autorizado a tener hace semanas. Se había ganado ese privilegio. A fuerza de rutina, de obediencia, de sonrisas.
Frente al espejo, comenzó su ritual, estudiar su rostro, ensayar las expresiones. Primero una sonrisa leve, luego una más abierta, una con ternura, otra con calma. Pero ninguna podía borrar lo que reflejaban sus ojos... Un abismo helado, el eco de algo que vibraba demasiado dentro de ella.
CONSULTORIO E-4 — 9:10 A.M.
El consultorio olía a desinfectante barato y a una falsa paz que sólo engañaba a los ingenuos. Las paredes, pintadas con colores suaves, intentaban inspirar tranquilidad, pero sus bordes parecían vibrar con cada segundo que pasaba. Diplomas enmarcados colgaban alineados en la pared del fondo, una colección de reconocimientos que hablaban más de protocolo que de empatía.
La doctora levantó la vista desde su escritorio, recibiéndola con su sonrisa programada y un gesto de mano para que tomara asiento.
Kellie obedeció, sin quitar esa sonrisa dulce que se le dibujaba como un tatuaje bien practicado, los labios delineados con pulso perfecto.
— Buenos días, Kellie ¿Cómo te has sentido esta semana?
Inclinó la cabeza apenas, modulando la voz con la suavidad de quien tiene todo bajo control.
— Me he sentido mejor. Ya no tengo esos pensamientos... Confusos. Me ayudan los ejercicios que me enseñó. Me concentro en mi respiración, en mis manos…
Pero mientras hablaba, algo palpitaba en el fondo de su visión. Las paredes respiraban como un cuerpo vivo, hinchándose y contrayéndose al ritmo de su corazón. Los bordes del escritorio se estiraban en formas líquidas, derretidas. Debajo, una sombra se movía con vida propia. Como un animal en letargo.
Y, sin embargo, su cuerpo permanecía quieto. Su mirada, firme, atenta. Las alucinaciones ya no la desbordaban, eran parte del mobiliario. Como postes de luz en una ruta que ya conocía de memoria.
— ¿Y las voces? — Preguntó la doctora.
"Cállate. Cállate. Cállate."
— No... Ya no las escucho — Dijo con una leve pausa — Eran parte de otra versión de mí. Una que ya no me pertenece.
A través del vidrio del ventanal, parado junto a un árbol sin hojas, el Señor Gallina la observaba. De espaldas al principio. Su silueta era inconfundible. Al parpadear, ya no estaba de espaldas. La miraba directo.
Kellie no reaccionó.
— Me parece muy bien el progreso que estás teniendo, Kellie. Y dime ¿Las pastillas te causan alguna molestia para dormir?
La doctora mantenía ese tono profesional, casi maternal, mirando con atención fingida. Pero para Kellie, sus ojos no sabían leerla. No como aquel viejo en la sala de interrogatorios seis meses atrás.
Otro parpadeo. El Señor Gallina estaba más cerca. Ya no estaba fuera, sino pegado al vidrio, la máscara contra el cristal, sus manos abiertas como si quisiera atravesarlo. El cuello apenas visible por debajo, pálido, tenso.
— Bueno... Me generan algo de insomnio — Respondió Kellie, llevando una mano a la zona lumbar — Si pudiera tener algo más suave para dormir... Y quizá otra cama. Esta ya me está dejando la espalda hecha polvo.
Sonrió, pero sólo con la boca. Una sonrisa de trámite.
Parpadeó de nuevo.
Y el Señor Gallina ya estaba dentro.
De cuclillas a su lado. La máscara ladeada, vacía. El peso de su presencia se sentía como si alguien le presionara el pecho con una plancha hirviendo. No se movía. No hablaba. Sólo la miraba.
— Bien, Kellie — Continuó la doctora, sin notar nada — Cambiaré un poco tu medicación para que no afecte tu descanso ¿De acuerdo?
Otro parpadeo. El Señor Gallina estaba detrás de la doctora. De pie. Inmóvil. Kellie lo veía y no lo veía. Una parte de su mente quería gritar. La otra, simplemente lo aceptaba.
Parpadeó.
Ahora el Señor Gallina sujetaba a la doctora por el cuello, desde atrás, en una llave asfixiante. Sus movimientos eran lentos, teatrales. Pero la doctora no lo sentía. Seguía hablando como si nada. Kellie cerró los ojos un instante más.
Cuando volvió a mirar, él estaba sentado en una esquina del consultorio. Abrazando sus piernas, la mirada clavada en un punto muerto de la pared. Como un niño castigado. Como un recuerdo persistente.