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La noche se desplegaba en silencio, como una manta oscura que envolvía el mundo. Mientras las personas se apresuraban a prepararse para el descanso que traería consigo la cálida bienvenida de la cama, una figura se desplazaba con pasos firmes y resueltos. Cada uno de sus movimientos parecía resonar en el aire, impregnado de una autoridad que no necesitaba ser anunciada. El joven se acercó a una puerta. La oscuridad de la noche lo envolvía, pero él no parecía perturbarse por la ausencia de luz. Con una calma imperturbable, levantó la mano y tocó la puerta con un ligero golpeteo.
—Maestro, soy yo —dijo con una voz profunda y clara, aunque con un matiz de respeto que no pasaba desapercibido.
Desde el interior, una voz retumbó, imponente, pero extrañamente amable, como el eco de un trueno suavizado por la lejanía.
—Pasa.
El joven empujó la puerta con suavidad y entró. No hizo ruido al caminar, pero el silencio fue interrumpido por el leve rechinar de las bisagras al abrirse la puerta, y la presencia de su figura llenó la habitación, y el Maestro, con su mirada penetrante, no tuvo que voltear para saber quién había llegado.
—Los preparativos están hechos, Maestro —dijo el joven con una voz imponente, pero serena—. Pero... ¿Es realmente necesario enviar a todos los equipos? Son apenas jóvenes.
Sus ojos se entrecerraron levemente, el ceño fruncido con una preocupación que no lograba disimular del todo.
El Maestro dejó escapar una breve carcajada, apagada pero cargada de intención. Su voz sonó entonces solemne, casi como un eco antiguo entre esas paredes llenas de historia.
—Recuerda: no es la edad lo que importa, sino la capacidad. Y según los informes, hay quienes ya han demostrado ser muy capaces. ¿O acaso olvidaste que tú, a su edad... ya habías presenciado la muerte?
—No, Maestro —respondió el joven con firmeza—. Tampoco se me olvida la amabilidad que tuvo en esos días ---añadió, reprochando con una chispa de melancolía escondida tras su temple.
Por un instante, el silencio regresó a la habitación. El Maestro bajó la mirada, y aunque no dijo una palabra más, el peso de los recuerdos compartidos pareció colmar el aire.
Una brisa helada rozó la cima de un terreno incierto. Entre la neblina, figuras encapuchadas avanzaban sin emitir sonido, como si el mismo suelo se negara a delatarlos. Ningún estandarte, ningún símbolo. Solo el crujir leve de la tierra bajo sus pasos... y la sensación de que algo, o alguien, los esperaba.
En otro lado, donde el cielo era más claro y el aire olía a tierra húmeda tras el amanecer, alguien más también se preparaba.
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La impaciencia me dominaba mientras practicaba mis movimientos. Los había aprendido años atrás, técnicas antiguas que parecían simples a primera vista, pero que el tiempo, la repetición y la disciplina habían transformado en una danza precisa y poderosa dentro de mí.
Alcé mis manos lentamente, mis dedos relajados, y comencé a desplazarme en línea recta. Moví mi brazo hacia atrás, seguido por un giro de cadera y un empuje repentino con la palma abierta, simulando el avance de una lengua de fuego. Inmediatamente después, me incliné hacia un costado, permitiendo que el impulso fluyera por mi eje, y descargué una serie de golpes fluidos en diagonal, como si cortara el aire con fuego contenido. No había rigidez en mis movimientos, solo control: calor que sabía cuándo arder y cuándo esperar.
Di un paso hacia adelante, ejecutando un golpe directo. Mi brazo no quedó estático: se replegó como un látigo, y mi cuerpo giró sobre su eje con suavidad, como imitando el giro de una llamarada. Las secuencias eran claras, pero cada transición la sentía suavemente alterada, como si mi cuerpo supiera adaptarse sin perder precisión. Usaba el peso del cuerpo, el ritmo de mi respiración y el balance de la cadera para moverme como si el fuego no fuera destrucción, sino danza.
—¿Entonces prácticas siempre al amanecer? —dijo una voz femenina detrás de mí.
—¿Uhm? —respondí, girando la cabeza hacia quien había interrumpido mi práctica.
Una figura femenina apareció detrás de mí, con una presencia que de inmediato llamó mi atención. No era tan alta como yo, probablemente un poco más baja, pero su postura era firme, como si cada movimiento estuviera calculado. Su cuerpo, delgado y bien definido por el entrenamiento, sugería que no debía subestimarla. Sus piernas, largas y marcadas, se movían con agilidad, mostrando la fuerza de quien las había trabajado incansablemente.
El cabello negro caía sobre sus hombros en un peinado perfectamente marcado, que complementaba sus ojos verdes y brillantes, los cuales parecían analizar cada detalle con una intensidad casi afilada. Su rostro, de rasgos finos, estaba adornado por una sonrisa amable, pero su mirada… esa no dejaba lugar a dudas: no era alguien a quien quisieras desafiar sin pensarlo dos veces. Claro que, siendo yo, eso solo me daba más ganas de intentarlo.
—¿Qué haces tú aquí? —le pregunté, sin poder evitar notar la serenidad que parecía rodearla, como si ya estuviera acostumbrada a ser el centro de atención.
—Siempre vengo a practicar a este lado del palacio, es más cómodo y relajante. Aunque debo admitir que nunca te había visto por aquí —dijo la joven con un tono suave y gentil.
—¿Siempre vienes? Nunca te había visto por aquí... Debes estar alucinando. Seguro te equivocaste de lugar —respondí con una sonrisa astuta.
—¿¡Aaaah!? —exclamó ella, frunciendo el ceño—. ¿Estás intentando buscar pelea conmigo? Deberías saber que no te conviene —replicó, mientras su enojo se volvía cada vez más evidente.
—¿Quieres calentar conmigo? Porque llegaste justo a tiempo... Necesito que alguien muerda el polvo antes de que salga el sol —dije con una sonrisa astuta, inclinándome levemente hacia adelante mientras adoptaba postura de combate.
En ese momento, me abalancé sobre ella con una postura de ataque, como si mi intención fuera dar un golpe certero que terminara con la discusión rápidamente.