Una mañana fría, con el aire soplando, anunciando el acercamiento del otoño. Las penumbras caían como lágrimas de almas gritando en silencio.
—¿Cómo pudo haber pasado esto? ¡Tienen que explicarme por qué todos viven y mi hijo es el único muerto! —gritó una señora entre sollozos.
—Yo… —Kerl fue interrumpido por mí, que escuché sus palabras con furia y pena.
—¡Usted mejor que nadie debe saberlo! ¡Yo debía morir en su lugar! Pero él se lanzó hacia esos monstruos con una sonrisa… Su hijo es un héroe. —Respondí, mirando el suelo con la cabeza agachada y los ojos entrecerrados.
La mujer rompió en llanto mientras un hombre, aparentemente su esposo, la abrazaba, con lágrimas en los ojos.
—Ella no lo dice con mala intención. Es solo que él y nuestro pequeño Carmein son nuestros más valiosos tesoros, y acabamos de perder uno... —dijo el hombre con voz temblorosa.
—No... Ella tiene toda la razón. Debimos haber sido más precavidos, o al menos, debí haberlos mandado de vuelta al clan y pedir ayuda... Fui negligente, y por favor, espero que me perdonen —murmuró Kerl, casi susurrando.
Salí corriendo del templo, di un salto y comencé a saltar de tejado en tejado hasta llegar a un enorme árbol en el centro. El bullicio de las personas comenzó a llegar a mis oídos, y me concentré en él para calmar la ansiedad que empezaba a consumir me.
—Estás aquí otra vez, Yeri. No debiste salir de esa manera del templo, no estás respetando el sagrado despido de las almas. Así, Kalesh no puede ir en paz, dejándonos las cosas en las manos… —dijo Aethen, con una expresión vacía en su rostro.
—Lo sé, es que… No sé qué hacer. Estaba a punto de hacer lo mismo y ahora entiendo lo noble de ese sacrificio, pero cómo destroza a las personas que dejas atrás… —respondí, con la mirada perdida en el centro del palacio.
El aire frío acarició mi rostro, pero mi mente ya no estaba allí. Viajaba atrás en el tiempo, a esos días de entrenamiento. Recordé cómo fue el primer día que entrenamos juntos, cuando Flumir, Darel y yo estábamos en la sala de los mayores.
—¡Haaa! —gritó Flumir mientras lanzaba una patada arqueada.
—¡Hum! —exclamó Darel, dando una voltereta hacia atrás para esquivar y tomar distancia—. ¡Eso fue exagerado, cabeza hueca! ¡Tus movimientos siguen siendo torpes!
—¿Qué dices, imbécil? ¡Soy veinte veces más rápido y fuerte que antes! ¡Deja de tratarme como si pudieras vencerme! —respondió Flumir, frunciendo el ceño.
Yo los veía discutir por cualquier cosa. Incluso peleaban porque no querían pelear. Fue entonces cuando Kalesh intervino. Parecía tener experiencia calmando a ese par de cabezas llenas de Lysae… puro poder, pero cero pensamiento.
—Creo que ya fue suficiente. ¿Quieren destrozar algo más, como siempre, para terminar con esta ridiculez? —dijo Kalesh con el rostro cargado de decepción—. Y tú… si estás aquí, ¿por qué no dices nada?
—Sí, me acuerdo de eso —dijo Aethen con una sonrisa.
—Fue entonces cuando respondí…
—No puede, porque si lo hace, terminará uniéndose y destrozará el salón completo con ellos dos.
—¿Qué dijiste enano? —respondí apretando los dientes y alzando un puño. —Si quieres pelear conmigo solo dimelo, ¡te patearé ese maloliente trasero que tienes!
—¿Huh? ¿Patearme el trasero? Pero si tú no puedes vencerme aún… —respondió Aethen con una pequeña sonrisa—. Pero a eso me refiero, él también es otro cabeza hueca igual que aquellos dos.
Kalesh soltó una leve carcajada antes de decir:
—Estás en lo cierto. Por suerte, él se conoce lo suficiente como para no seguir causando problemas.
Al recordar esas palabras, mis dedos buscaron sin pensar el puño de la espada corta de Kalesh, aún colgada en mi cinturón. Era más fácil hablar con su fantasma que con los vivos.
—¿No debiste haber entregado esa espada? Debería haber sido puesta en su ataúd junto con él para… —intentó decir Aethen.
—No te preocupes… Ya agregaron el accesorio para el rezo sideral. Esta espada no tiene dueño ahora… —respondí mientras la miraba con nostalgia.
—Ya veo… ¿Puedo sostenerla?
—Claro…
Le pasé la espada y Aethen la desenvainó con cuidado, observando su hoja.
—Esta espada no se parece a las del templo de entrenamiento Aire… Tiene un símbolo debajo del emblema del clan —comentó con tono curioso.
El símbolo parecía un círculo que encerraba una hoja partida en dos.
—Estaba pensando… ¿Puedo quedármela? —preguntó de repente.
—¿Por qué quieres la espada? —arqueé una ceja, algo desconfiado.
—Una vez entrené con Kalesh y me impresionó cómo usaba esta espada. Sus movimientos eran elegantes, certeros… Quiero vengarlo con esta misma arma —añadió, con una expresión sombría.
—¿Vengarte? ¿Siquiera sabes dónde está ese tipo? —repliqué.
—No necesito buscarlo. Sé que nos volveremos a encontrar… y cuando lo hagamos, voy a destruirlo.
Quiero que me ayudes, Yeroy. Quiero que Kalesh sea vengado.
—¡Heh! No cambiarás, Aethen. Siempre vengativo y despiadado. Me acuerdo de la vez que nos conocimos... —dije, y mi mente viajó sin querer a esos días de infancia.
Tenía ocho años, y estaba buscando a unos amigos que me habían invitado a jugar cerca de la plaza del clan, cuando unos gritos llamaron mi atención.
—¡Toma, debilucho! —gritó un niño mientras lanzaba una masa de agua formada con Lysae—. ¡Eso te pasa por creerte fuerte sin tener poderes!
—Pero... yo solo quería jugar... —dijo un pequeño Aethen, vestido con harapos que claramente venían del templo en las montañas—. ¡Ustedes son malos!
En cuanto vi la escena, no lo dudé. Me lancé contra ellos sin pensar.
—¡Haaa! —grité al lanzar una patada contra uno de los abusivos—. ¡Lárguense, bola de cobardes, o tendrán que pelear conmigo!
—¡Y conmigo! —añadió Darlon, que venía buscándome desde hacía rato.
—Sí, recuerdo eso... —dijo Aethen con una sonrisa nostálgica—. Para ese entonces, ya eras el impulsivo cabeza hueca de siempre. Mira que enfrentarse a siete niños por uno que ni conocías...