Eclipse Ascendente

Especial de domingos: Aderas

***

Los días en As-Saqarah son abrasadores. El clima extremo de sus desiertos áridos y la escasa vegetación que sobrevive en tierras infértiles definen la rutina diaria del país.

Qué inmundicia… Un país donde, si no eres dotado, no sirves para el sistema y te desechan como parte de una credulidad inmunda. No tienen idea de que su descarada basura ideopolítica desgarra las raíces del pueblo, arrinconando a quienes no poseen talento con el Lysae.

Todos en ese país son iguales. Todos te miran con desprecio. Todos te patean y escupen, incluso cuando tu intelecto supera con creces su estupidez. Todos… merecen ser aniquilados.

El principio de todo radica en cómo un sistema lleno de imbéciles con poder desmedido puede destruirlo todo.

Crecí sin una madre. Mi padre era amable y cálido. Mis primeros años fueron pacíficos… pero todo tenía que llegar a su límite.

Todo… Todo siempre tiene un límite.

—Aderas, debes esconderte. No puedes salir de aquí hasta que papá vuelva, ¿está claro? —dijo mi padre con una amable sonrisa.
—¡Sí! —respondí con entusiasmo, sin saber que esas serían las últimas palabras que escucharía de él.

Más tarde, cuando mi padre no volvió, pasé tres días encerrado en un pequeño hueco que había en nuestra casa, donde él guardaba raciones de comida para cuando azotaban los tornados desérticos cargados de Lysae. La naturaleza es brutal en ese país.

El día que mi padre me dejó en el hoyo que teníamos detrás de una repisa armada con tablones desechados de otros, escuché un ruido como si hubiesen lanzado un saco dentro de la casa. No era especialmente grande, pero sí acogedora.

Cuando se terminaron las raciones que padre había guardado para estos casos de emergencia, el hambre ganó la batalla. Decidí salir a ver si encontraba a papá… solo para toparme con su cuerpo sin vida cerca de la entrada.

Aquello marcó un antes y un después en mi vida.

Al salir al mundo, me topé con unos hombres que mencionaron haberme encontrado por fin: “la garantía de Osmer”. No entendí al principio, pero pronto descubrí que mi padre había cometido un error con el Gran Saqah, una de las personas más poderosas del imperio de As-Saqarah.

En ese imperio existen cinco entidades de ese calibre: poderosos gobernadores que sostienen el país con sus propias manos.

Ellos me tomaron y me llevaron ante él: el Gran Saqah, Odinaris Samaq, quien había matado a mi padre y arrojado su cuerpo en la casa con la esperanza de que yo lo encontrara. Era su forma de asegurarse de que darían conmigo, como pago por la ofensa que Osmer, mi padre, había cometido.

El Saqah pidió su cabeza… o la esclavitud de uno de sus hijos.

—¿Tu pequeño y repugnante padre te puso nombre? —dijo mientras me miraba con asco.

—Conque no tienes respuesta, ¿eh? —añadió mientras se levantaba de su trono.

Su túnica negra arrastró el suelo como un manto de sombra líquida. Su rostro, tallado como si el desierto mismo lo hubiera esculpido a latigazos de arena, estaba surcado por una cicatriz que cruzaba desde la ceja izquierda hasta el mentón. Los ojos, de un gris opaco como cenizas antiguas, parecían atravesarte sin mirar. No era alto, pero cada uno de sus gestos cargaba con la gravedad de un dios hambriento.

—Mi Lord, no debe gastar energía con cucarachas como esta. Su magnificencia ya resopla por todos los lares de este mundo. Gastar su divina energía con este insecto sin poder latente no—

—¡¡¡¡CÁLLATE!!!! —lo interrumpió el Saqah con la cara desencajada por la ira—. ¿Acaso osas darme órdenes y decirme qué puedo y qué no puedo hacer?

—Yo decido dónde y cómo gastar mi energía. ¡LÁRGATE, antes de que te despelleje la cara!

Yo, al escuchar esas palabras, me llené de temor. Mi cuerpo temblaba como si un terremoto interminable recorriera mis huesos.

—Yo pregunté —dijo mientras me cruzaba la cara con una cachetada—. ¿Cómo te llamas, inútil vida inmunda?

Caí al suelo. Entonces me pateó trece veces en el estómago. No se detuvo… no hasta que una pequeña gota de saliva cayó sobre su pie, producto de mis llantos llenos de dolor y quejas.

—¡TÚ! Pequeña miseria mugrienta... ¿¡Cómo osas salpicar tu asqueroso fluido sobre mí!? ¡Métanlo en la jaula y azótenlo! Pero no lo quiero muerto... —gruñó, su rostro deformado por la furia—. Que sean siete azotes por día. Siete. Que no muera.

Y así fue.

Pasé tres años en ese lugar, encerrado, el cuerpo abierto por los látigos, sin fuerzas para nada más… salvo morir. Pero la muerte nunca llegó.

Un día, un cataclismo natural arrasó el sur de la ciudadela. Una enorme esfera de arena, densa como piedra y violenta como un dios colérico, se alzó en el horizonte y avanzó devorándolo todo. Estos desastres eran comunes, sí… pero nunca tan cerca. Y esta vez, explotó.

La ciudadela tembló. Las murallas cedieron. El castillo del Gran Saqah se quebró como una vasija vieja. Entre los escombros murieron muchos: nobles, esposas, incluso hijos del Saqah.

Las paredes de mi prisión cayeron una tras otra. Y así fui liberado… aunque aún con las cadenas atadas a mis manos.

Salí. Me adentré en el desierto árido, donde los monstruos y las tormentas matan a cualquiera que se atreva a cruzarlo. Pero yo no quería morir.

Yo decidí vivir…
Para destruirlo todo.



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En el texto hay: violencia, escenas sensibles, lenguaje fuerte

Editado: 24.05.2025

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