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Cuando estábamos en pleno campo, sonó una explosión de una magnitud que parecía haber surgido de una montaña que colapsaba. El estruendo llegó segundos después, acompañado de una ráfaga de viento tan violenta que torció los árboles a su paso. El terreno comenzó a desmoronarse y a calentarse como si la tierra misma ardiera por la secuela de aquel monstruoso suceso.
—¡Haaaa! ¡Cometa Encarnecente! —gritó un joven de unos treinta y tantos mientras caía del cielo con una patada que descendía como un meteoro dispuesto a destruir todo a su paso.
—¡HAHAHA! Con ese débil movimiento no podrás vencernos, ¿cierto, Gulner? —me dijo Naoka con esa sonrisa inquebrantable, cargada de una confianza casi insultante.
—¡Colmillo del Dios Dragón de Trueno! —bramó Naoka, alzando su brazo en forma de cuchilla, mientras acumulaba una energía azul intensa, salpicada por relámpagos negros que salían disparados de su puño. Al saltar hacia el enemigo, su brazo se transformó en la silueta de un dragón azul, dejando una estela resplandeciente que imitaba su figura mientras surcaba el cielo.
—¡Ascenso del Dios Fénix! —grité, dando un salto mientras mis extremidades se envolvían en un fuego tan intenso que parecía querer derretir el mundo.
Al chocar con nuestro enemigo, se desató una onda expansiva acompañada de un estruendo tan potente que destruyó una de las lomas cercanas, dejando tras de sí un enorme cráter. El impacto fue tal que muchos de los compañeros del tipo comenzaron a sangrar por los oídos, con los tímpanos reventados.
—¿Cómo pueden no enseñarles a esos imbéciles a cubrirse los oídos con Lysae para evitar quedar sordos? —comentó Naoka con fastidio mientras aterrizábamos desde las alturas, observando cómo el cuerpo pulverizado del enemigo caía como un trapo sin vida.
—¿Crees que usé demasiada fuerza con ese tipo? —pregunté con cierta inquietud.
—¡Hahaha! Idiota, tú siempre usas demasiada fuerza. El único que puede luchar sin que una de sus extremidades salga volando soy yo... —dijo Naoka dedicándome una sonrisa llena de orgullo.
Le dediqué una mirada fulminante, pero sin decir palabra. Acto seguido, nos dirigimos hacia la fortaleza donde se encontraba el líder enemigo: el Hoognyang, quien podría describirse como el emperador de Hangyul, el país que limita al sur de Shunkoku. Estos dos han estado en guerra durante cinco años por una isla rica en un raro material ideal para la creación de herramientas y armas mágicas, muy codiciada por ambos bandos.
—¿Crees que por fin encontremos a alguien que nos dé pelea? Ya estoy cansado de patearte el trasero, amigo —dijo Naoka, mirando hacia otro lado mientras caminaba con firmeza.
—¿Patearme el trasero? Creo que estás alucinando. Según mis fuentes, hay una planta que está causando efectos alucinógenos, alterando el flujo del Lysae en el cerebro y provocando éxtasis y delirios. Conociéndote, seguro tienes esa sustancia hasta el tope en tu sistema ahora mismo —respondí frunciendo el ceño, también evitando mirarlo.
—¿Has visto algo? Creo sentir unas cuantas presencias muy cerca... —dijo Naoka. No podía verle el rostro, pero sé que lo decía fingiendo inocencia.
—Sí. Hay bastantes. Pero supongo que tienen miedo de morir, ya que no dan un solo paso —resoplé, frunciendo aún más el ceño.
—Amigo, tienes que dejar de poner esa cara. Creo que están cagados solo de ver la cara que haces al caminar. Así nunca te vas a casar, ¿sabías? ¡Jajaja! —dijo Naoka, volteando a verme con su sonrisa pícara de siempre.
—Tsk, ¿a quién le importa eso…? —dije, volteando la mirada hacia atrás con el ceño fruncido.
Avanzamos durante un día y una noche. Las presencias iban y venían mientras cruzábamos el bosque, como si nos estuvieran midiendo. Cuando finalmente vimos el castillo, suspiré. Estaba ansioso por saber qué tan poderosa era la mano derecha del imbécil del Hoognyang.
—Por fin podré probar qué tan fuerte soy. Contigo es imposible… te mataría de un solo golpe —dije, mirando de reojo a Naoka.
No respondió. Y eso era raro. Era como si él también sintiera que este lugar, esta batalla, sería distinta. Que aquí, tal vez, podríamos por fin soltarnos de verdad.
Sabíamos que estábamos al mismo nivel, y precisamente por eso nunca supimos quién era más fuerte. Las reglas del mundo, las leyes de la moral guerrera, nos impedían liberar todo nuestro poder en un duelo. Lo que pasó antes —esa pequeña loma pulverizada— es una de las principales razones por las que se impuso tal decisión. Una fuerza como la nuestra no es para medirse… sino para decidir guerras.
El castillo se alzaba entre la niebla como una reliquia olvidada por el tiempo. Alto, imponente, grabado con símbolos ancestrales que narraban la historia de Hangyul. Sus muros desgastados eran testimonio de generaciones enteras de batallas, reyes caídos y pactos rotos.
—Así que este es el famoso castillo de Gwon-San… —murmuré.
—Sí… y también es el símbolo más antiguo de Hangyul. Si cae, la moral de este país caerá con él —dijo Naoka, algo más serio de lo habitual.
Entonces aparecieron.
Dos figuras emergieron desde la entrada, caminando con la serenidad de quien no teme a nada. Uno llevaba un uniforme impecable, el rostro marcado por años de liderazgo. El otro, más joven, pero con una mirada tan afilada como una lanza.
—Soy Hon Baek, general supremo de Hangyul y guardián del legado de este castillo. Él es mi hermano, Shin —dijo el mayor con voz firme—. Si han venido a buscar la gloria en combate, la encontrarán. Pero no aquí. Este castillo es historia viva. Si vamos a enfrentarnos, será lejos de estas murallas.
—Tienes agallas. Me agradas —dijo Naoka con una sonrisa ladeada.
Nos alejamos hacia una planicie vacía no muy lejos. El viento soplaba fuerte, como si también supiera lo que estaba por desatarse.
—Prepárate, Gulner. Esto será una pelea digna de ser recordada.