Apartando las ramas de su camino, Ánika se abrió paso a través de la espesura del bosque. Arrastraba con dificultad la falda de su vestido, que se atoraba con los arbustos, y tropezaba con las raíces de los árboles. Estaba rompiendo más de una regla que la marcaría de por vida si era descubierta, escabullirse del palacio ya era lo suficientemente malo como para merecer un castigo ¿Cruzar la frontera y colarse en las tierras prohibidas? Sería señalada como una traidora, encarcelada por toda la eternidad en el mejor de los casos, en el peor...
Ánika no quería pensar en ello, prefería mantenerse optimista y ya estaba demasiado asustada de lo desconocido como para preocuparse por las consecuencias. Ni siquiera necesitaba salir del reino, solo acercarse lo suficiente al límite. No tardaría más de media hora en volver si se marchaba ahora y esta podría ser su única oportunidad. Necesitaba verlo con sus propios ojos. Necesitaba saber si de verdad existía. Tenía la esperanza de que esa noche sin luna la mantuviera oculta mientras sus ojos confirmaban que todo en lo que creía era real.
No pasó demasiado tiempo hasta que algo comenzara a sentirse distinto en el ambiente. El aire era más cálido y los árboles estaban ligeramente más separados. Con sus manos sujetó la alargada falda de su vestimenta y la levantó por encima de sus tobillos. Trotó hacia adelante, donde una luz ambarina se colaba entre las hojas de los viejos robles, y se detuvo antes de que la línea de árboles terminara. Se escondió tras un grueso tronco, temiendo que alguien pudiese verla, o que algo peligroso estuviera esperándola al otro lado de la arboleda. Lo que vio la dejó anonadada.
Frente a ella se extendía una pradera que parecía interminable, llena de flores rojas, blancas y amarillas, colores que nunca había visto en tanta abundancia. Escuchaba trinos de aves que no reconocía y, a lo lejos, había lagos de agua cristalina que reflejaban el cielo. No se parecía en nada al lúgubre paisaje que solía observar desde su habitación. En el reino solo había bosques y montañas, lirios de plata y una docena de criaturas nocturnas que se mantenían ocultas por el velo de la oscuridad, solo delatadas por sus aullidos y ululares. No sabía describir la sensación que le causaba aquel hermoso lugar que estaba ahora frente a ella. Solo sabía que aquello le transmitía una euforia inconcebible a donde quiera que mirase, como si los colores más brillantes compitieran por la atención de sus ojos.
Durante un tiempo, Ánika dudó de las historias de su abuela. Cuentos sobre una tierra cálida más allá de la eterna noche en la que vivían. Patrañas a oídos de cualquiera que la escuchase hablar, por eso le contaba todo en secreto. Cuando su abuela murió dejó de creer en esas leyendas, animada por el resto. Sin embargo, Ánika, muy en lo profundo de su ser, añoraba descubrir si era cierto que ese lugar verdaderamente existía. Ahora había comprobado con sus propios ojos que esa tierra era real.
Solo durante unos pocos minutos Ánika se permitió deleitarse con la vista y soñar. Soñar con su abuela que la amaba y le había prometido que había algo más allá del bosque de la eterna noche. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano antes de adentrarse nuevamente en la arboleda, camino a su confinamiento en palacio y prometiéndose que algún día volvería.