La luna roja, que solo se mostraba dos veces al año, clamaba la atención de Ánika. Durante la llamada Noche de los Amantes, estaba prohibido que los habitantes salieran de sus casas si no eran partícipes de una ceremonia de enlace. Ni siquiera estaba permitido abrir las ventanas de sus viviendas, menos aún las puertas. Se decía que cualquiera que incumpliera las reglas cargaría con las nefastas consecuencias.
Historias eran contadas sobre dos amantes que, con el cielo enrojecido de testigo, huyeron hacia las tierras prohibidas. Tras su fuga, al haber cruzado los límites del reino, una fuerte epidemia sumió a todos en la desesperación durante casi una década. Nadie sabe qué pasó con la pareja. Algunos afirman que murieron atacados por criaturas salvajes por orden del cielo, otros creen que lograron huir lejos del alcance de la luna roja y por ello todos fueron castigados. Lo único verdadero es que, desde ese día, solo quienes celebran su unión pueden disfrutar de una noche bajo el resplandor rojizo.
Ánika estaba segura de que eso no era más que una vieja leyenda. Ella misma había admirado la luna en incontables ocasiones y nunca había sucedido nada fuera de lo normal. Esa noche no era una excepción. No tardó en acudir a su mente el recuerdo de su escapada a la frontera, el brillo carmesí del astro le hacía pensar en las flores escarlatas de la pradera. ¿Y si volvía esa noche?
Estaba segura de que nadie más osaría rebelarse ante la prohibición. Todos estaban demasiado a asustados como para asomarse por una ventana siquiera. Tampoco se había anunciado ninguna ceremonia de antemano. Nadie notaría su fuga, o eso esperaba.
Abrió las puertas del armario en busca de uno de sus vestidos más ligeros. Registró dentro de los cajones sin saber qué quería encontrar. Su guardarropa estaba a rebosar de elegantes trajes de gala y largos vestidos de seda que no eran ideales para escabullirse en la noche. Se abrió paso entre mareas de telas violetas, lilas y blancas, encajes y bordados plateados y faldas pomposas.
En el cajón del fondo, ese que no solía abrir con frecuencia, encontró un viejo vestido que no recordaba haberse puesto nunca. La oscura tela se le ajustaba al pecho como un guante y la falda apenas le cubría las rodillas. Si alguien la viese en ese instante su buen nombre quedaría mancillado, una dama de alta cuna usando una prenda tan reveladora. Sería un auténtico escándalo. Sin embargo, su deseo de volver a aquella tierra era mayor que su miedo a ser descubierta.
Sin permitirse dudar, salió al balcón de su habitación y bajó por la enredadera que cubría la pared del palacio como tantas veces lo había hecho.