El sol despuntaba sobre la llanura que dividía Solara y Lunara, un terreno neutral donde los campos dorados de trigo se desvanecían en los primeros pinos plateados del bosque. Era el día del Festival de la Frontera, una tregua anual que llenaba el aire de música, risas y el aroma dulce de pan recién horneado. Los estandartes ondeaban al viento: soles amarillos flameaban por Solara, lunas crecientes brillaban por Lunara.
Por primera vez, los príncipes tenían permiso para asistir y mezclarse entre el pueblo, un respiro de las murallas que los habían guardado hasta los dieciséis años.
Arion cabalgaba al frente de la guardia de su madre, la reina Avira; con su armadura ligera destellando bajo la luz matinal. Una espada colgaba de su cintura y un arco descansaba cruzado en su espalda; herramientas que manejaba con la destreza de quien había entrenado desde niño. Los capitanes de Solara lo habían moldeado en un guerrero: sus flechas cortaban el viento a cien pasos y sus planes de emboscada eran tan precisos como el vuelo de un halcón. Sus ojos dorados recorrían la multitud, alerta pero encendidos por la curiosidad de un día libre.
Entrando a la feria, recordó las palabras de la reina.
—Representa a Solara con honor —le había dicho Avira antes de partir, su voz firme como las torres blancas de su palacio.
—Claro, madre —respondió él con una sonrisa torcida—. Pero hoy también soy Arion, no solo el príncipe.
Desmontó con agilidad, y un grupo de soldados lo saludó con reverencias torpes.
—No os compliquéis —dijo, riendo—. Aquí soy uno más.
A pocos pasos, Elara llegaba con un séquito reducido de Lunara, su figura envuelta en una túnica gris bordada con hilos plateados que capturaban la luz como gotas de rocío. Su cabello oscuro caía en ondas sueltas, y el mechón lunar brillando como un faro en su frente. En su bolso llevaba un libro de hierbas y un frasco pequeño de tintura, su última creación: un veneno suave que adormecía sin matar, ideal para cazar sin sufrimiento.
Darian le había enseñado a lanzar dagas con precisión mortal, pero Lysa le había mostrado el poder de las plantas: cómo el beleño aliviaba y la belladona silenciaba un corazón.
—Compórtate, Elara —le advirtió Lysa al despedirla—. Pero que no te reconozcan.
Ella asintió, aunque sus ojos grises ya buscaban los puestos de hierbas raras entre los mercaderes. No le interesaban los bailes ni las cortesías; quería explorar, aprender, ser libre por un día.
El festival vibraba con vida: los músicos hacían sonar sus arpas, niños corrían con cintas de colores que flotaban como mariposas, y el bullicio de los trueques llenaba el aire. Arion paseaba entre los puestos, su mano descansando en la empuñadura de su espada por instinto. Al pasar junto a un vendedor de frutas, un grito agudo cortó el ruido.
—¡Devuélvelo, pequeño ladrón! —gritó una voz femenina, clara y firme.
Era Elara, frente a un niño flaco que apretaba una manzana robada. Sus ojos grises chispeaban con enojo, pero su postura era serena, no cruel. El vendedor, un hombre corpulento de Lunara, señaló al pequeño con desprecio.
—¡Es un sucio de Solara! —gruñó—. Siempre robando.
Elara frunció el ceño y se inclinó hacia el niño, que temblaba bajo su mirada.
—¿Tienes hambre? —preguntó en voz baja, casi un susurro.
El pequeño asintió, y pudo ver sus ojos enormes y asustados. Ella sacó una moneda de su bolso y la puso en la mano del vendedor.
—No robes otra vez —le dijo al niño, su tono severo, pero cálido—. Si necesitas algo, pídelo.
El vendedor gruñó, tomando la moneda con desgana. Arion, a unos pasos, solo vio el final: a Elara reprendiendo al niño con gestos firmes y al vendedor murmurando insultos. No oyó su compasión, solo percibió un aire de autoridad que le pareció altivo. Preguntó a un mercader cercano quién era.
—La princesa Elara de Lunara —respondió el hombre, encogiéndose de hombros.
“Vaya princesita orgullosa”, pensó Arion, sacudiendo la cabeza. “Seguro cree que el mundo le pertenece”. La impresión se grabó en él, y decidió mantenerse lejos.
Minutos después, fue Elara quien lo vio. Arion estaba con sus guardias, su voz resonando con una mezcla de orden y burla amistosa. Toren, un joven soldado de rostro pecoso, tropezó con una cuerda del campamento y cayó de bruces en el polvo. Los demás rieron, y Arion alzó una ceja, incapaz de contener una carcajada.
—¡Levántate, Toren! —dijo, en su tono teatral—. ¿O planeas conquistar el suelo para Solara?
Toren se puso en pie, rojo de vergüenza, pero sonriendo, sacudiéndose la tierra. Era una broma entre compañeros, un eco de las horas compartidas en el campo de entrenamiento. Pero Elara, observando desde un puesto cercano, no lo entendió así. Vio a un joven de armadura brillante, apuesto y orgulloso, riéndose de un subordinado caído. Preguntó a una anciana vendedora quién era.
—El príncipe Arion de Solara —respondió la mujer, chasqueando la lengua—. Siempre fanfarroneando.
“Qué grosero y cobarde”, pensó Elara, sus labios apretándose en una línea dura. “Burlándose de los suyos en vez de ayudarlos, seguro solo sabe ordenar”. El desprecio se asentó en ella, grabando su imagen.
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Editado: 20.03.2025