El sol se alzaba sobre Solara, bañando los campos en un oro tan vivo que parecía incendiar la tierra. Habían pasado ocho años desde el Festival de la Frontera, y Arion, ahora de veinticuatro, cabalgaba por la llanura con el viento azotando su capa. Su arco colgaba al hombro, la espada reposaba al cinto, y su cuerpo, más ancho y curtido, llevaba las marcas de años de entrenamiento bajo los capitanes de su ejército; los hombres leales al difunto Rey, que siempre le inculcaron su valor y destreza.
Podía leer el viento para clavar una flecha a cien pasos y diseñar emboscadas que desmantelaban ejércitos, en simulacros; su mente era tan afilada como su acero. Pero bajo la armadura, el peso de las expectativas de la reina Avira lo seguía como una sombra.
Esa mañana, ella lo llamó al salón del trono. Las paredes de piedra blanca estaban cubiertas de tapices con soles y espigas doradas, y Avira aguardaba junto a un cofre pequeño, su cabello gris reluciendo como hierro bajo la luz que entraba por los ventanales. Sus ojos, duros pero cálidos, se posaron en él.
—Feliz cumpleaños, Arion —dijo, con voz firme—. Hoy te doy algo más que un regalo.
Él frunció el ceño, dejando caer su postura de guardia.
—¿Qué es, madre?
Avira abrió el cofre y extrajo un colgante: una flor de pétalos plateados atrapada en cristal, unida a una cadena fina. Era una flor de Lunara, rara y frágil, que crecía solo en los bosques montañosos del norte. Arion la tomó entre los dedos, tenía un brillo tenue que despertó su curiosidad.
—Es hermosa —dijo, girándola bajo la luz—. Pero, ¿por qué esto?
Ella respiró hondo, mientras cruzaba sus manos.
—Hace veinticuatro años, juré con los reyes de Lunara, que tú y su princesa os casaríais a los veinticinco —explicó—. Este colgante es su promesa. Ella recibió hoy una daga con el sol de Solara, enviada desde aquí.
Arion dejó caer la mano con el colgante, con su rostro endureciéndose como la piedra del salón.
—¿Un matrimonio? ¿Sin consultarme? —Su voz tembló de furia contenida—. ¿Quién es ella?
—La hija de los reyes Darian y Lysa —respondió Avira, serena, pero firme—. Nacisteis el mismo día, bajo el eclipse. El destino os unió.
Un recuerdo lo golpeó: una chica de ojos grises en el festival, regañando a un niño con aire altivo. ¿Era ella? La imagen avivó su enojo.
—No quiero a una niña orgullosa como esposa —gruñó—. Prefiero a Lira, la arquera de la guardia. Ella me conoce, me entiende.
Avira negó con la cabeza, su mirada era inflexible.
—Es por la paz de los reinos, Arion. No solo por ti.
Él retrocedió un paso, apretando el colgante en su puño, hasta que los nudillos se le blanquearon.
—No soy un peón, madre —dijo, con voz baja, pero cortante—. Encontraré mi propio camino, no creo en el destino.
Esa noche, mientras las estrellas salpicaban el cielo como brasas frías, Arion llenó un morral con provisiones, su arco y su espada. No sabía a dónde iría, pero no se quedaría para ser movido como una ficha de juego. Montó su caballo y dejó el palacio atrás, llevando el colgante guardado en su bolsillo, como un recuerdo de lo que rechazaba.
Al mismo tiempo, en Lunara, la luna bañaba los bosques plateados con una luz helada que danzaba entre las hojas. Elara, también de veinticuatro, estaba en su cámara, rodeada de estantes con libros polvorientos y frascos de cristal. Había perfeccionado su arte con las hierbas: la raíz de mandrágora curaba fiebres, una gota de acónito paralizaba en segundos. Sus dagas, afiladas como su ingenio, colgaban de un cinturón de cuero. Era su cumpleaños, y sus padres la habían llamado al salón del trono.
Darian y Lysa esperaban junto a una mesa de piedra, con rostros serios bajo la luz de las antorchas. Sobre la superficie reposaba una daga de hoja curva, su mango tallado con un sol dorado que brillaba como una llama viva. Lysa la tomó y se la ofreció.
—Feliz cumpleaños, Elara —dijo, con voz suave, pero firme—. Es un regalo de Solara.
Elara la giró en sus manos, admirando su filo perfecto, pero alzó una ceja con desconfianza.
—¿Por qué me envían esto? —preguntó, con tono cortante.
Darian cruzó los brazos, y su capa azul ondeó ligeramente.
—Hace años, pactamos con la reina Avira —dijo—, que tú y su hijo, Arion, os casaréis a los veinticinco. Él tiene ahora un colgante con una flor nuestra.
Elara hizo a un lado la daga, con un golpe seco que resonó en el salón. Tenía sus ojos grises, encendidos como una tormenta.
—¿Casarme? ¿Con un desconocido? —Su mente voló al festival: un chico burlón riéndose de un guardia caído, su arrogancia estaba grabada en su memoria—. ¿Ese grosero de Solara? ¡No!
—No es una petición personal —replicó Darian, su voz grave—. Es por ambos reinos.
—Y por ti —añadió Lysa, más gentil—. El eclipse os marcó.
Elara apretó los labios, mientras su mano apretaba la daga.
—Prefiero a Kael, el trovador del bosque —dijo—. Él no me ve como un trofeo para exhibir.
Sin más palabras, giró sobre sus talones y salió del salón. Horas después, bajo la luna llena, empaquetó sus dagas, un libro de hierbas y varios frascos en una mochila de cuero. No sería una princesa enjaulada. Escapó por un pasaje oculto tras su cámara, dejando atrás las murallas de roca y el destino que le imponían.
#2342 en Fantasía
#2877 en Otros
#710 en Relatos cortos
fantasía y amor, matrimonio predestinado, arion y elara valientes
Editado: 20.03.2025