Eclipse de Corazones

Capítulo 4: El cruce de las tormentas

La lluvia azotaba los campos de Solara como un tambor de guerra, transformando la tierra en un lodazal que tiraba de las botas de Arion. Había cabalgado toda la noche, alejándose del palacio blanco y de las palabras de su madre, la reina Avira, que aún resonaban en su cabeza como un eco amargo. El colgante de flor plateada rebotaba, ahora contra su pecho bajo la capa empapada, un recordatorio del destino que había jurado rechazar. El cielo rugía con relámpagos y el viento aullaba con una furia que no parecía natural, como si la tormenta misma lo persiguiera. No era un clima de Solara; lo sentía en sus huesos, entrenados para leer el aire como un mapa.

Se refugió bajo un roble retorcido, por su tronco ancho como un muro protector. Desmontó, atando su caballo a una rama baja que crujía bajo el peso del agua, y se sentó contra la corteza rugosa, con el arco descansando en su regazo. Sacó el colgante y lo observó bajo la luz intermitente de un relámpago. Los pétalos de cristal brillaban con un fulgor tenue, casi vivo, como si respiraran.

“Una flor de Lunara”, había dicho Avira. “De la princesa que será tu esposa”. Arion apretó los dientes, su mente evocando a la chica altiva del festival, regañando a un niño con desprecio. No la conocía, no la quería. Pensó en Lira, su risa franca y sus flechas certeras, y el contraste lo llenó de una furia sorda.

Un trueno retumbó, sacudiendo la tierra, y el colgante vibró en su mano con un pulso cálido. Frunció el ceño, acercándolo a sus ojos. Entonces, una visión lo golpeó como un torrente: campos dorados marchitándose hasta volverse cenizas, torres blancas derrumbándose en nubes de polvo y una risa oscura resonando desde un trono negro. Parpadeó con fuerza, con el aliento atrapado en su garganta, y la imagen se desvaneció como humo. “¿Qué demonios fue eso?”, murmuró, guardándolo en su capa. No creía en profecías, pero algo en su pecho lo urgía a seguir adelante, hacia el norte, hacia Lunara.

A leguas de allí, en las montañas de Lunara, la princesa Elara avanzaba por un sendero escarpado, con la niebla negra aferrándose a sus tobillos como dedos helados. La daga con el sol dorado colgaba de su cinturón, un peso extraño que no había pedido ni deseado. Había huido del castillo bajo la luna, escapando del mandato de sus padres, Darian y Lysa, que querían atarla a un bruto de Solara. Recordaba al chico del festival, riéndose de un guardia caído, y su sangre hervía de desprecio. Ella quería a Kael, el trovador de voz suave que cantaba bajo los pinos, no a un príncipe fanfarrón que no sabía de honor.

La tormenta la alcanzó en la ladera, el viento arrancándole la capucha y empapando su cabello oscuro. Se detuvo, apoyándose en una roca musgosa, sacó un frasco de raíz de mandrágora para calmar su pulso acelerado. La visión que tuvo al escapar aún la perseguía: sombras devorando Lunara, árboles plateados pudriéndose hasta las raíces, su gente gritando su nombre en la oscuridad. “Elara, Elara, sálvanos”. Bebió un sorbo, era de un sabor amargo asentándose en su lengua, pero el temblor no cedía.

La niebla se espesó, y un susurro sibilante la rodeó, como si las montañas hablaran. Miró la daga, y el sol grabado pareció brillar por un instante bajo la lluvia. “Esto no es normal”, pensó, guardándola con un escalofrío que le recorrió la espalda.

Los caminos de Arion y Elara convergieron en el Bosque de la Frontera, una tierra neutral donde los pinos plateados de Lunara se entrelazaban con las espigas salvajes de Solara. La tormenta los empujó allí, como si el destino lanzara relámpagos para tejer sus hilos.

Arion cabalgaba por un claro cuando divisó una figura entre los árboles, apenas visible tras la cortina de agua. Desmontó, con el arco en mano, y avanzó con pasos silenciosos y el barro salpicando sus botas.

—¿Quién anda ahí? —gritó, con su voz cortando el rugido del viento como una flecha.

Elara, oculta tras un pino, tensó la daga en su mano, que brilló bajo un relámpago. Había oído los cascos y temió bandidos en busca de presas fáciles. Asomó la cabeza y vio a un hombre alto, empapado, con una armadura ligera y un arco listo. Sus ojos dorados destellaron bajo la luz, y algo en su figura le resultó familiar, aunque no podía ubicarlo.

—Identifícate —ordenó ella, saliendo con la daga alzada, con postura firme pese al temblor del frío.

Arion entrecerró los ojos, estudiándola bajo la lluvia. Cabello oscuro con un mechón plateado, ojos grises como la tormenta, una daga con un sol en el mango. El colgante vibró de nuevo, cálido contra su pecho, y un recuerdo lo atravesó: la chica del festival. “¿Ella?”, pensó.

—¿Eres de Lunara? —preguntó, bajando el arco un poco, pero sin soltarlo.

—¿Y tú de Solara? —replicó ella, notando el colgante que asomaba bajo su capa. La flor plateada la hizo fruncir el ceño—. Ese es nuestro símbolo. ¿De dónde lo sacaste?

—No es asunto tuyo —gruñó él, retrocediendo un paso, con la mano libre cerca de su espada—. Solo quiero pasar esta tormenta.

Elara lo apuntó con la daga, mientras el agua corría por su brazo.

—No te muevas —dijo, con voz cortante—. Esa flor no te pertenece por derecho.

Su mente giraba: ¿un ladrón? ¿Un espía? Pero la daga en su mano y el colgante en su pecho encajaban demasiado con las palabras de sus padres, y un nudo de sospecha se formó en su estómago.

Antes de que pudieran seguir, un relámpago partió un árbol a pocos pasos, el estruendo los hizo retroceder. La tierra tembló bajo sus pies, y de la niebla surgieron figuras: no humanas, sino sombras con ojos rojos como brasas y garras que rasgaban el aire. La maldición de Malakar había cobrado forma, enviada para cazar a Elara y arrastrar a Arion al fracaso.




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