La tormenta se desvaneció tan rápido como había llegado, dejando el Bosque de la Frontera en un silencio húmedo y frágil. Los pinos plateados goteaban lluvia sobre la tierra embarrada, y el aire olía a musgo y ozono, como si el mundo hubiera exhalado tras contener el aliento.
Arion y Elara permanecían de rodillas, el barro manchando sus ropas, sus pechos subiendo y bajando con respiraciones agotadas. La daga con el sol dorado y los pétalos plateados reposaba entre ellos, con su brillo apagándose como una vela al borde de extinguirse. Ninguno habló de inmediato, el eco de las sombras aún resonaba en sus mentes.
Arion fue el primero en moverse, poniéndose en pie con un gruñido mientras limpiaba el lodo de su armadura, con una mano temblorosa. Sus ojos dorados se posaron en Elara, evaluándola bajo la luz grisácea que se filtraba entre las ramas. Había luchado con una precisión que no esperaba, sus dagas cortando el aire como extensiones de su voluntad. Pero el colgante y la daga lo inquietaban; eran piezas de un rompecabezas que no quería armar.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz áspera, pero sin hostilidad.
Elara alzó la mirada, apartando un mechón empapado de su frente. Sus ojos grises lo estudiaron con cautela, notando la curva de su mandíbula bajo la barba incipiente y la tensión en sus hombros. Había disparado su arco con una calma letal, y su idea de unir los regalos los había salvado. Pero no confiaba en él; no aún.
—He tenido días mejores —respondió, levantándose con un movimiento fluido y la daga de nuevo en su mano—. ¿Quién eres?
Él dudó, el nombre “Arion” le quemaba la lengua. No quería ser el príncipe de Solara aquí, no con ella, no con ese colgante que lo ataba a un destino que despreciaba.
—Rian —mintió, usando el alias del festival—. Un viajero de Solara. ¿Y tú?
—Lara —replicó ella, recordando su disfraz del torneo—. Cazadora de Lunara.
Un relámpago lejano iluminó sus rostros, y ambos se tensaron, esperando más sombras. Pero el bosque permaneció quieto, como si los observara. Arion señaló un sendero entre los árboles.
—Hay una cueva cerca —dijo—. Podemos descansar hasta que pase lo peor. No tiene sentido seguir bajo esto.
Elara asintió, y su mano no soltó la daga.
—Guía tú —respondió, con un tono neutro.
Caminaron en silencio, con el crujido de ramas bajo sus botas marcando el paso. La cueva era un hueco en la ladera de una colina, la entrada estaba cubierta de enredaderas que Arion apartó con la espada. El interior era seco, el suelo de piedra y cubierto de musgo seco, amortiguaba sus pasos. Encendieron una fogata con ramas rotas; las llamas arrojaron sombras danzantes sobre las paredes rugosas. Se sentaron en lados opuestos, el fuego rechinaba entre ellos como una barrera invisible.
Elara sacó un frasco de su mochila y vertió un líquido claro en un paño, para limpiar un corte en su brazo, donde una garra la había rozado. El olor a hierbas llenó el aire, que se tornó fresco y amargo.
—¿Qué es eso? —preguntó Arion, inclinándose ligeramente, su curiosidad venciendo su cautela.
—Tintura de beleño —respondió ella, sin alzar la vista—. Calma el dolor y evita infecciones.
Él asintió, impresionado a su pesar.
—Eres buena con esas cosas —dijo, sacando una flecha de su funda para revisar su punta—. Y con las dagas. Ese truco del veneno fue rápido.
Elara lo miró por fin, con una chispa de orgullo en sus ojos.
—Aprendí a defenderme —dijo—. Las hierbas son tan letales como el acero, si sabes usarlas.
Arion sonrió, una curva leve y genuina, suavizó su rostro endurecido.
—Mi arco dice lo contrario —bromeó—. Pero, admito que tu frasco nos sacó de un apuro.
Ella casi sonrió, pero se contuvo, recordando al chico del festival. “¿Es él?”, pensó, estudiando su postura confiada. No estaba segura, y eso la inquietaba.
—¿De dónde sacaste esa flor? —preguntó, señalando el colgante roto, ahora unido a su daga—. No es algo que un viajero encuentre por ahí.
Arion bajó la mirada al fuego, las llamas se reflejaban en sus ojos.
—Un regalo —dijo, con voz tensa—. De alguien que piensa que puede decidir mi vida.
Elara frunció el ceño, sus dedos rozaban el mango de la daga.
—Esta también fue un regalo —admitió—. De alguien que cree que mi destino está escrito.
Se miraron a través del fuego, un entendimiento tácito creciendo entre ellos, como una raíz bajo tierra. Ninguno dijo más, pero la coincidencia los golpeó: dos regalos, dos promesas impuestas, dos fugitivos en una cueva bajo la misma tormenta.
El silencio se rompió cuando un aullido lejano resonó en el bosque, un eco inhumano que erizó sus pieles. Arion se puso en pie, con el arco en mano, y Elara sacó una daga, mientras la otra mano buscaba un frasco de acónito.
—¿Más de esas cosas? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él, acercándose a la entrada—. Pero no me gusta cómo suena.
Miraron hacia la oscuridad, donde la niebla volvía a espesarse entre los árboles. Entonces lo vieron: un lobo de sombras, más grande que cualquier bestia natural, sus ojos rojos brillaban como faros en la penumbra. No estaba solo; otras formas se movían tras él, lentas y acechantes.
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Editado: 20.03.2025