Eclipse de Corazones

Capítulo 6: Rostros bajo la luz

El amanecer pintaba el Bosque de la Frontera con tonos suaves de rosa y ámbar, filtrándose entre los pinos plateados y las espigas silvestres que marcaban el límite entre Solara y Lunara. El aire era fresco, cargado del aroma a tierra húmeda tras la tormenta y el silencio del bosque solo se rompía por el canto tímido de los pájaros que regresaban a sus nidos.

Arion y Elara habían pasado la noche en la cueva, el fuego reducido a brasas, aún desprendía un calor tenue. Habían dormido poco, vigilando por turnos, el eco de las sombras demasiado fresco en sus mentes.

Arion despertó primero, el dolor en su hombro amortiguado por el ungüento de Elara. Se levantó con cuidado, estirando los músculos, y salió al claro. Pensaba en la daga fundida; lo aliviaba y lo inquietaba a partes iguales. Miró en el cielo, las nubes deshilachándose como hilos de lana, y pensó en Solara, en su madre, en la vida que había dejado atrás. “No puedo volver”, pensó, tensando el arco entre sus manos. “No hasta que entienda qué está pasando”.

Elara salió minutos después, con su mochila al hombro y la daga con el sol y la flor guardada en su cinturón. El mechón plateado en su cabello brillaba bajo la luz temprana, y sus ojos grises escudriñaron el bosque con una mezcla de cautela y determinación. Había revisado sus frascos al alba: acónito, beleño, mandrágora, todos listos. Recorrió la zona, recuperando sus dagas. La visión de Lunara en ruinas seguía clavada en su mente, y la presencia de “Rian”, el viajero que no era un simple viajero, la mantenía en guardia.

—Buenos días —dijo Arion, girándose hacia ella, su tono era ligero, pero con un trasfondo de cansancio.

—Podría ser mejor —respondió ella, ajustándose la capa—. ¿Hacia dónde vas ahora?

Él señaló al norte con la barbilla, hacia las montañas de Lunara que se alzaban como dientes grises en el horizonte.

—Allí —dijo—. Algo me dice que las respuestas están en esas tierras.

Elara frunció el ceño, con su mano rozando la daga.

—Ese es mi hogar —replicó—. ¿Qué buscas en Lunara?

—No lo sé aún —admitió él, encogiéndose de hombros—. Pero esa niebla, esas sombras... no eran de Solara. Vienen de más al norte.

Ella lo miró fijamente, sopesando sus palabras. La lógica encajaba: la visión, la maldición, el rumbo de la niebla. Pero no confiaba del todo en él, no con esa actitud confiada que le recordaba al chico del festival.

—Entonces viajaremos juntos —decidió firme—. Pero mantén tu arco listo.

Arion sonrió, con una chispa de diversión en sus ojos dorados.

—Y tú, tus dagas, Lara —respondió—. Parece que nos necesitamos.

Caminaron por el sendero, el sol subía lentamente sobre sus cabezas. El bosque dio paso a colinas bajas, cubiertas de hierba que crujía bajo sus botas, y el aire se volvió más frío a medida que se acercaban a las montañas. Hablaron poco al principio, cada uno perdido en sus pensamientos, pero la cercanía forzada rompió el hielo. Arion señaló un halcón que volaba en círculos sobre ellos.

—Buen augurio en Solara —dijo—. Significa fuerza.

—En Lunara significa vigilancia —replicó Elara, siguiendo al ave con la mirada—. Nos recuerda que los ojos están siempre puestos en nosotros.

Él rio, fue un sonido breve y cálido.

—Nuestros reinos ven el mundo de forma distinta —comentó—. Me pregunto qué más nos separa.

Ella lo miró de reojo, notando cómo su risa suavizaba las líneas duras de su rostro.

—Quizá menos de lo que crees —respondió, más suave de lo que pretendía.

El camino los llevó a un puente de piedra sobre un río estrecho, sus aguas rugian con espuma blanca tras la tormenta. Mientras cruzaban, un crujido resonó desde los arbustos al otro lado, y ambos se detuvieron, armas en mano. Un grupo de bandidos emergió, cinco hombres de rostros curtidos y capas raídas, sus espadas y hachas brillaban bajo el sol. El líder, un tipo corpulento con una cicatriz cruzándole la mejilla, sonrió mostrando sus dientes torcidos.

—Bonito día para un robo —dijo, alzando su hacha—. Dejad vuestras cosas y quizá os dejemos ir.

Arion tensó el arco, una flecha lista en un instante.

—No creo que os guste cómo acaba esto —respondió, con voz fría como el acero.

Elara sacó una daga y un frasco de acónito, su postura era relajada pero letal.

—Última advertencia —añadió ella—. Retroceded.

Los bandidos rieron, avanzando con pasos pesados. Arion disparó primero, la flecha se clavó en el hombro del líder con un golpe seco, haciéndolo caer con un grito. Elara lanzó el frasco al suelo frente a los otros, estallando en una nube de vapor que los dejó tambaleándose, con sus ojos llorosos. Con un movimiento rápido, apuñaló al más cercano en la pierna, dejándolo fuera de combate, mientras Arion luchaba con un tercero.

Los dos últimos huyeron, tropezando entre los arbustos, y el líder gimió en el suelo, sujetándose el hombro.

—Largaos —gruñó Arion, acercándose con el arco aún tensado—. Y decid a quien os pague, que no somos presas fáciles.

Elara se inclinó sobre el herido, puso su daga rozándole el cuello.




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