Eclipse de Corazones

Capítulo 7: Cenizas de confianza

La fogata crepitaba bajo el saliente rocoso, sus llamas danzaban como lenguas inquietas que arrojaban luz sobre los rostros tensos de Arion y Elara. El cielo se había oscurecido, un manto de estrellas cubrían las colinas que los separaban de Lunara, pero el aire entre ellos estaba cargado, tan pesado como la tormenta que los había unido.

La revelación de sus identidades colgaba como una espada sobre sus cabezas, cortando el frágil respeto que habían construido en el bosque. Ninguno se movió tras sus palabras, sus miradas chocaban en un silencio que rugía más fuerte que el viento.

Elara fue la primera en hablar, con voz cortante como el filo de su daga.

—Entonces eres tú —dijo, cruzando los brazos, el mechón plateado brillaba bajo la luz del fuego—. El príncipe que se burla de los suyos. El que mis padres eligieron para mí.

Arion apretó los puños, con el calor subiéndole al rostro.

—Y tú eres la princesa altiva que cree que todos deben inclinarse ante ella —replicó, con tono afilado—. La que mi madre me impuso sin preguntar.

Ella dio un paso adelante, sus ojos grises estaban encendidos como brasas en la penumbra.

—No sabes nada de mí —espetó—. Te vi en el festival, riéndote de un guardia caído. ¿Eso es honor para ti?

Él la enfrentó, su mandíbula estaba tensa, los músculos de su cuello se marcaban bajo la piel.

—Y yo te vi regañando a un niño como si fueras una reina intocable —respondió—. ¿Eso es compasión? Toren es mi amigo, no un subordinado para humillar.

Elara frunció el ceño, un destello de duda cruzaba su mente. Recordó al niño, su hambre, la moneda que le dio, pero también cómo debió verse desde fuera: fría, autoritaria. Sacudió la cabeza, negándose a ceder.

—No tienes derecho a juzgarme —dijo—. No después de lo que hiciste.

—¿Y tú sí? —gruñó él, dando un paso más cerca—. No pedí esto, Elara. No pedí un matrimonio con alguien que me desprecia antes de conocerme.

Ella retrocedió, el sonido de su nombre en su voz, la golpeó como un eco inesperado. Señaló la daga en su cinturón, los pétalos y el sol brillando tenuemente.

—Esto nos salvó dos veces —dijo, con tono más bajo—. Pero no significa que acepte lo que nuestros padres decidieron.

Arion respiró hondo, sus ojos dorados se clavaron en el arma.

—Ni yo —respondió—. Pero esas sombras... no eran normales. Algo nos quiere muertos, y creo que tiene que ver con esto.

El silencio volvió, roto solo por las chispas del fuego. Se sentaron de nuevo, a distancia, el calor de las llamas era incapaz de calentar la frialdad entre ellos. Elara sacó un frasco de mandrágora y lo giró entre sus dedos, buscando calma en su rutina. Arion afiló las flechas con una piedra, el roce rítmico llenó el vacío. Ambos sabían que separarse no era una opción, no con la amenaza acechándolos, pero la idea de seguir juntos ardía como una herida fresca.

El hambre los estaba consumiendo y tuvieron que buscar alimentos. Elara, con su conocimiento de las plantas, esperaba encontrar las 'raíces de luz', tubérculos que crecían en las profundidades del bosque. Arion, por su parte, buscaba las 'setas de hierro', hongos que crecían en los troncos de los árboles más antiguos temporal.

Al alba, recogieron sus cosas sin hablar. El camino hacia Lunara los llevó por un valle estrecho, cercado por riscos grises que se alzaban como centinelas silenciosos. El viento susurraba entre las rocas, llevando un frío que calaba hasta los huesos. Elara iba delante, con pasos firmes sobre el terreno pedregoso, mientras Arion la seguía, sus ojos escudriñaban cada sombra.

Desde un sendero lateral, un grito agudo y desesperado, cortó el aire. Intercambiaron una mirada, la desconfianza cedió ante el instinto. Corrieron hacia el sonido, trepando una ladera hasta un claro donde una caravana estaba bajo ataque. Carros volcados ardían en llamas bajas, y un grupo de aldeanos de Lunara, mujeres, niños, ancianos, se apiñaban contra una roca, rodeados por figuras oscuras idénticas a las del bosque. Las sombras de Malakar habían llegado primero.

—¡Ayuda! —gritó una mujer, abrazando a un niño que lloraba.

Elara no dudó. Sacó una daga y un frasco de acónito, lanzándose al claro.

—¡Cubridme! —ordenó a Arion, con voz resonando con autoridad.

Él tensó el arco, disparando una flecha que atravesó a una sombra y vio su forma deshaciéndose en humo negro. Elara corrió entre las criaturas, apuñalando con precisión y lanzando el veneno en una nube que dispersó a varias criaturas. Arion bajó al claro, sus flechas volaban como extensiones de su voluntad, cada disparo un golpe certero que protegía a los aldeanos.

Lucharon como un equipo, con movimientos sincronizados por necesidad, no por voluntad. Una sombra saltó hacia Elara, con sus garras resplandeciendo, pero Arion disparó a tiempo. Ella giró y le asintió, un gesto breve pero cargado. Juntos acorralaron a las últimas criaturas contra una carreta en llamas, y Elara alzó la daga del pacto, su luz blanca estalló una vez más, para barrerlas en un grito silencioso.

El claro quedó en calma, el humo subía en nubes grises. Los aldeanos los rodearon, con sus rostros sucios de ceniza y lágrimas.




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