Eclipse de Corazones

Capítulo 8: Sombras en el alma

El sol apenas despuntaba sobre las montañas de Lunara, su luz pálida luchaba por atravesar la niebla negra que cubría los bosques, como un velo funerario. Los árboles plateados, una vez orgullosos, se alzaban ahora como esqueletos, sus hojas caían en copos grises que el viento esparcía como cenizas. Arion y Elara avanzaban por un sendero empinado, sus botas crujian sobre la tierra reseca, el aire estaba cargado de un frío que calaba más allá de la piel. Habían dejado atrás las colinas al amanecer, con el eco de los aldeanos agradecidos aún en sus oídos, pero el paisaje de Lunara los recibió con un silencio que pesaba como una advertencia.

Elara iba delante, con su capa gris ondeando tras ella, la daga del pacto estaba guardada en su cinturón. Cada árbol marchito era un puñal en su pecho; este era su hogar, y verlo desmoronarse confirmaba la visión que la había atrapado al huir. Sus ojos grises escudriñaban el camino, buscando respuestas en las sombras, pero su mente giraba hacia Arion. La noche anterior había cambiado algo: él no era el bruto que había imaginado, y esa verdad la desarmaba más que cualquier enemigo.

Arion la seguía a pocos pasos, con el arco al hombro y la mano cerca de su espada. Sus ojos dorados recorrían el bosque, alerta a cada crujido, pero su atención se desviaba hacia Elara. La princesa altiva del festival se desdibujaba con cada gesto suyo: la forma en que había salvado a los aldeanos, su calma al curar heridas, su confesión bajo el fuego. “No eres como pensé”, había dicho ella, y esas palabras lo perseguían como un eco que no podía silenciar.

El sendero los llevó a un claro rodeado de pinos muertos, con sus ramas desnudas alzándose como garras al cielo. En el centro, un estanque reflejaba la niebla como un espejo oscuro, su superficie era inmóvil hasta que una gota invisible lo agitó, formando ondas que no tenían origen. Elara se detuvo, con su mano rozando un frasco de beleño en su mochila.

—Algo no está bien —dijo, su voz baja pero firme.

Arion se acercó, tensando el arco por instinto.

—Lo siento también —respondió, su mirada fija en el estanque—. Es como si nos esperaran.

Antes de que pudieran reaccionar, la niebla se espesó, girando en espirales que se alzaron como figuras humanas. No eran las sombras de garras y ojos rojos, sino siluetas conocidas: Avira, Darian, Lysa, rostros tallados en bruma que los miraban con ojos vacíos. La maldición de Malakar había tomado una forma nueva, tejiendo dudas en sus corazones.

—Arion —dijo la figura de Avira, su voz era un susurro helado que resonó en el claro—. ¿Por qué me abandonaste? Solara cae por tu egoísmo.

Él retrocedió, con el arco temblando en sus manos.

—No es real —murmuró, pero la culpa lo golpeó como una flecha—. Madre, yo...

—Elara —interrumpió la silueta de Lysa, con sus manos extendidas—. Huiste de tu deber. Lunara muere por tu orgullo.

Elara apretó los dientes, sus dedos cerrándose sobre la daga.

—No es verdad —respondió, pero las palabras de su madre en el castillo volvieron: “Es por Lunara”.

Las figuras avanzaron, sus voces mezclándose en un coro de reproches que llenaba el aire. Darian apareció frente a Arion, con su capa azul ondeando en la niebla.

—No eres digno de Solara —dijo—. Un hijo débil que rechaza su destino.

Arion disparó una flecha, atravesando la figura, pero se reformó, y se tornó en una risa cortante como vidrio roto. Elara lanzó una daga a Lysa, el filo cortó la bruma, pero la imagen volvió intacta, con sus ojos vacíos clavados en ella.

—No puedo salvarlos sola —susurró Elara, con su voz quebrándose por primera vez.

Arion la miró, con pánico en sus ojos grises. La niebla los rodeó, las figuras cerrándose como una jaula, y un frío antinatural les robó el aliento. Sus manos buscaron la daga del pacto al mismo tiempo y sus dedos rozaron el mango. La luz blanca estalló, dispersando las siluetas en un grito que se deshizo en el viento, pero esta vez no fue suficiente. La niebla retrocedió solo unos pasos, pulsando como un corazón vivo, lista para volver.

Ambos cayeron de rodillas, jadeando, con el eco de las voces aún resonando en sus cabezas. Elara apretó la daga contra su pecho, con manos temblorosas.

—Esto no para —dijo, con voz ronca—. Nos está desgastando.

Arion se pasó una mano por el rostro, limpiando el sudor frío.

—Es más fuerte que antes —respondió—. Nos quieren acabar.

Ella lo miró, la vulnerabilidad asomaba tras su fachada.

—¿Y si tienen razón? —preguntó—. ¿Y si huir fue un error?

Él se acercó, arrodillándose frente a ella, con sus ojos dorados firmes, a pesar del caos.

—No lo fue —dijo—. Huimos por nosotros, no contra ellos. No puedo hacerlo solo.

Elara respiró hondo, el calor de su cercanía cortaba el frío de la niebla.

—Ni yo —admitió, su voz era apenas un susurro—. Pero no sé si puedo confiar en ti.

Arion sonrió y dijo:

—Después de todo esto, creo que ya lo haces —respondió—, un poco.

Ella casi rio, un sonido breve que rompió la tensión. Guardó la daga, poniéndose en pie, y él la imitó, el aire entre ellos era más ligero, aunque frágil.




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