La luna colgaba baja sobre Lunara, su luz plateada luchaba por atravesar la niebla que aún envolvía el castillo. El patio estaba en ruinas: carretas quemadas humeaban entre escombros, el suelo estaba manchado de sangre negra y cenizas. Los guardias supervivientes vigilaban las murallas, con sus rostros tensos bajo el peso de la noche, mientras el eco de la batalla resonaba en el silencio.
Arion y Elara estaban en el salón del trono, con el aire cargado de humo y el aroma amargo de las hierbas que Lysa usaba para tratar a Darian.
El rey descansaba junto al trono, su respiración era débil, pero estable. La herida en su hombro estaba vendada, pero la piel alrededor tenía vetas oscuras, un signo de la maldición que no cedía. Lysa trabajaba sin pausa, con manos firmes al mezclar mandrágora y beleño.
Elara observaba, con la daga del pacto apretada en su mano. No dejaba de tocarla, siempre quería estar segura de tenerla, ya que temía perderla. Sus ojos grises estaban enrojecidos, pero su postura era firme, como una princesa reclamando su lugar.
Arion se acercó a una ventana, limpiando el hollín para mirar el valle. La niebla se movía como un río vivo, serpenteando hacia el sur, hacia Solara. Su corazón se apretó al pensar en su madre, en los campos dorados que podían estar marchitándose como los bosques de Lunara. “No puedo dejarla sola”, pensó, girándose hacia los demás.
—Tenemos que ir a Solara —dijo, su voz cortó el silencio—. Si Umbría atacó aquí, mi reino es el siguiente.
Elara lo miró, la luz de las antorchas se reflejaba en la daga.
—Lunara aún está en peligro —respondió—. Mi padre...
—Vivirá —interrumpió Lysa, alzando la vista—. La herida es grave, pero lo mantendré con nosotros. Ve con él, Elara. Esto es más grande que un solo reino.
Darian gruñó, intentando levantarse, pero Lysa lo detuvo con una mano firme.
—Escucha a tu madre —dijo, su voz ronca—. Si el pacto los unió, es por algo. El destino los escogió para salvar nuestros reinos.
Elara dudó, sus ojos pasaban de su padre a Arion. La idea de dejar Lunara le dolía, pero la lógica era clara: la maldición no respetaba fronteras, y Solara era su mejor esperanza para contraatacar. Además, se lo debía a Arion.
—Está bien —dijo al fin, guardando la daga—. Pero volvemos tan pronto como podamos.
Arion asintió, con un destello de alivio en sus ojos dorados.
—Preparémonos —respondió—. No hay tiempo que perder.
Salieron al alba, tras una noche corta de sueño inquieto. Lysa les dio provisiones, pan, agua, un frasco extra de tintura, y un mapa de los caminos rápidos al sur. Los guardias les ofrecieron caballos frescos, tenían sus melenas plateadas opacas por el polvo; partieron bajo un cielo gris que prometía más tormenta. El camino atravesaba las montañas, bajando hacia las llanuras de Solara. Cada paso los alejaba de la niebla, pero los acercaba a un peligro desconocido.
Cabalgaron en silencio al principio, con el viento frío azotando sus capas. Elara rompió la quietud, con voz suave.
—Gracias —dijo, sin mirarlo—, por luchar por mi reino.
Arion sonrió, y su rostro se calentó un poco.
—No iba a dejarte sola —respondió—. Parece que somos buenos juntos, además, la daga funciona con los dos.
Ella lo miró, una chispa brilló en sus ojos grises.
—Tal vez —admitió—. Pero no creas que esto mantiene el pacto. No estoy lista para casarme.
Él rio, emitiendo un sonido breve.
—Ni yo —dijo—. Pero no negaré que funcionamos bien como equipo.
El paisaje cambió a medida que descendían: los árboles marchitos dieron paso a campos de trigo que aún resistían, aunque sus puntas estaban teñidas de gris. El sol de Solara brillaba más fuerte aquí, un desafío a la oscuridad que avanzaba desde el norte. Pero el aire traía un olor extraño, a podrido y metal, y los caballos relinchaban inquietos.
Unos gritos cortaron el silencio, y desmontaron al borde de un pueblo en la frontera de Solara. Casas de adobe estaban medio derrumbadas y los aldeanos corrían hacia un granero, perseguidos por sombras más pequeñas, pero rápidas, como cuervos de niebla. Arion tensó el arco, disparando una flecha que dispersó a una criatura, mientras Elara lanzó un frasco de acónito, su nube venenosa derribó a dos más.
—¡Al granero! —gritó Arion, corriendo hacia los aldeanos.
Elara lo siguió, sus dagas resplandecían bajo el sol, mientras cortaba las sombras que se acercaban. Juntos protegieron la retirada. Dentro del granero, los aldeanos temblaban, con sus rostros sucios de tierra y lágrimas.
—Vienen del norte —dijo un hombre joven, señalando con mano temblorosa—. Cada vez son más.
Arion frunció el ceño, intercambiando una mirada con Elara.
—Umbría está acelerando —dijo—. Tenemos que llegar al palacio.
Dejaron a los aldeanos con promesas de ayuda y cabalgaron hacia la capital, mientras el sol subía a su cenit. Los campos dorados de Solara aparecieron ante ellos, pero el brillo estaba apagado, las espigas se inclinaron, como si cargaran un peso invisible. Las torres blancas del palacio se alzaban en la distancia, intactas pero rodeadas de una bruma fina que no pertenecía a este reino.
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Editado: 20.03.2025