Eclipse de Corazones

Capítulo 12: Las minas de la sombra

El alba despuntaba sobre las llanuras de Solara, tiñendo los campos dorados con un resplandor tenue que pronto se apagó bajo nubes grises que avanzaban desde el norte. Arion y Elara cabalgaban al frente de un ejército combinado: soldados de Solara con armaduras doradas y arqueros de Lunara envueltos en capas grises. Los estandartes ondeaban al viento, soles y lunas danzando juntos, mientras la tropa marchaba hacia las montañas que separaban los reinos de Umbría.

La daga del pacto brillaba en el cinturón de Elara, con su luz pulsando como un corazón vivo, y el aire traía un frío que calaba hasta los huesos.

El camino ascendía por senderos rocosos, el terreno se volvió más áspero a medida que se acercaban a las minas. Los árboles estaban muertos, sus troncos negros como carbón y el suelo crujía bajo las botas, con un polvo que olía a azufre y ceniza. Arion ajustó el arco al hombro, sus ojos dorados escudriñaban las sombras entre las rocas. Cada paso lo acercaba a una lucha que sentía inevitable, pero también a Elara, cuya presencia a su lado era un ancla en el caos.

Elara cabalgaba con la espalda recta y su capa ondeando tras ella, su característico mechón plateado brillaba bajo la luz apagada. Sus frascos de veneno tintineaban en su mochila y sus dagas estaban listas en su cinturón. La visión de Lunara en ruinas la perseguía, pero ahora había un fuego nuevo en su pecho: no estaba sola.

Arion, con su risa fácil y su puntería letal, se había vuelto más que un aliado. “No lo admitiré aún”, pensó, pero sus ojos lo buscaban más de lo que quería.

El plan era claro: el ejército enfrentaría a las fuerzas de Tharok en las laderas, mientras Arion y Elara se infiltraban en las minas para detener a Malakar. La luz de la daga era su arma, pero también su esperanza contra la maldición que había devastado sus reinos.

Al mediodía, llegaron a la entrada de las minas: un agujero cavernoso tallado en la montaña, con sus bordes dentados como la boca de una bestia. La niebla negra brotaba de su interior, girando en torbellinos que formaban sombras pequeñas pero rápidas, atacando como cuervos hambrientos. Los soldados formaron líneas, con sus lanzas y arcos listos, esperando la órden.

—¡Por Solara y Lunara! —gritó Toren.

El choque comenzó: flechas volaron, espadas cortaron y las sombras rugieron con un eco inhumano. Arion y Elara desmontaron, corriendo hacia la entrada mientras Toren cubría su avance con disparos precisos.

—¡No se detengan! —gritó el joven arquero, derribando a una sombra que saltó hacia ellos.

Dentro de las minas, el aire era denso, cargado de un hedor a azufre y sangre seca. Túneles de piedra negra se ramificaban en todas direcciones, iluminados por antorchas que parpadeaban como ojos moribundos. Elara sacó la daga, su luz blanca cortaba la penumbra, y Arion tensó el arco, avanzaron con pasos silenciosos sobre el polvo.

—Esto es un laberinto —dijo ella con voz baja—. ¿Cómo lo encontramos?

Arion señaló un rastro de runas rojas grabadas en la pared, brillando como brasas.

—Sigue eso —respondió—. Nos llevará al corazón.

Las sombras los acechaban, emergiendo de las grietas, tenían garras y ojos rojos, pero la luz de la daga las dispersaba con cada estallido. Elara lanzó un frasco de acónito, su nube venenosa, derribando a un grupo, mientras Arion disparaba flechas que atravesaban a las criaturas con silbidos letales.

Un rugido profundo sacudió las paredes, y el túnel se abrió a una cámara enorme: un círculo de piedra tallado con runas, un altar en el centro donde un caldero burbujeaba con sangre y niebla. Malakar estaba allí, su túnica negra ondeaba como alas rotas, sus manos estaban marcadas por runas que brillaban con furia. Frente a él, un portal de sombra giraba, vomitando niebla que se alzaba hacia el techo, como un río invertido.

—Bienvenidos —dijo el hechicero, su voz raspaba como piedra—. Llegan tarde.

Arion tensó una flecha, apuntando al pecho de Malakar.

—Para esto —ordenó—, o te atravieso.

Malakar rio, fue un sonido seco que rebotó en las paredes.

—La maldición está completa —dijo—. Los reinos arderán y la luz del eclipse no bastará.

Elara alzó la daga, cuya luz pulsaba con una mayor intensidad, como si respondiera a su determinación.

—Hemos detenido tus sombras antes —dijo con firmeza, su voz resonó como un eco entre las paredes—. Lo haremos de nuevo.

Malakar, el hechicero oscuro, alzó ambas manos hacia el caldero sangriento que alimentaba su magia. La niebla se condensó en una figura colosal: un dragón de humo negro emergió, sus alas batían con un viento helado que parecía cortar hasta los huesos. Sus ojos rojos brillaban como faros infernales y su rugido desató una ráfaga de sombra que los obligó a retroceder.

Arion, con los músculos tensos y la mirada fija, disparó una flecha que atravesó un ala del dragón. La criatura apenas flaqueó, soltando un rugido que hizo temblar la tierra bajo sus pies.

Elara, con movimientos rápidos y calculados, lanzó una daga al ojo de la bestia; el filo se clavó profundamente mientras vertía acónito en otra daga y apuñalaba su costado. La criatura rugió de dolor, deshaciéndose parcialmente en una nube de humo.




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