Eclipse de Corazones

Capítulo 14: La luz después del eclipse

El sol se alzaba sobre Lunara, bañando las montañas en un resplandor dorado que cortaba la bruma residual, como un cuchillo suave. Los árboles plateados, aunque aún marchitos, mostraban brotes tímidos en sus ramas, como un susurro de vida regresando a la tierra herida. El castillo de piedra gris se erguía en el valle, sus torres estaban menos sombrías bajo la luz matinal, las enredaderas secas caían como piel muerta, para dar paso a un verde nuevo. Arion y Elara llegaron al mediodía, sus caballos exhaustos tras el viaje desde las minas de Umbría, llegaron con el eco de la batalla aún resonando en sus cuerpos magullados.

El patio estaba lleno de actividad: guardias reparaban muros, aldeanos traían provisiones desde los pueblos cercanos, y el aire olía a pan fresco y madera quemada. Lysa salió a recibirlos, con su figura envuelta en una capa azul, su rostro estaba cansado, pero iluminado por una sonrisa al ver a Elara. Corrió hacia ella, abrazándola con una fuerza que desmentía su fragilidad.

—Estás viva —susurró la reina, su voz temblando—. Temí lo peor.

Elara devolvió el abrazo; el calor de su madre calmaba el nudo en su pecho.

—Estoy aquí, madre —dijo—. Y Lunara sigue en pie.

Lysa se apartó, mirando a Arion con una mezcla de curiosidad y gratitud.

—Príncipe de Solara —dijo—, gracias por traerla de vuelta.

Arion inclinó la cabeza, y mostró su sonrisa.

—No lo hice solo —respondió—. Ella me trajo aquí, como yo a ella a mi reino.

Darian apareció en la puerta, apoyado en un bastón, su hombro vendado, pero su postura firme. Sus ojos grises, tan parecidos a los de Elara, se posaron en ellos con un brillo de orgullo.

—Escuché lo que hicieron —dijo, su era voz grave—. Tharok caído y la maldición rota.

Elara se acercó, tocando su brazo con suavidad.

—Descansa, padre —dijo—. Esto no termina con la lucha.

Él sonrió, un gesto raro que suavizó sus rasgos endurecidos.

—Lo sé —respondió—. Pero hoy, dejadme ver a mi hija victoriosa.

Entraron al salón del trono, donde la luz entraba por las ventanas rotas, pintando el suelo de piedra con manchas doradas. Darian se sentó con esfuerzo, Lysa a su lado, mientras Arion y Elara contaban la batalla: las minas, Malakar, el enfrentamiento con Tharok.

La daga del pacto reposaba sobre la mesa, con su brillo apagado, pero era un recordatorio cálido y silencioso, de lo que habían logrado.

—Solara también sanará —dijo Arion, con su mirada perdida en el horizonte visible desde la ventana—. Mi madre debe estar organizando la reconstrucción. Pero, la paz es frágil.

Lysa asintió.

—Los reinos deben unirse más que nunca —dijo—. El pacto los trajo aquí, pero entre los dos, lo hicieron real.

Elara tomó la daga, girándola en sus manos, los pétalos y el sol reflejaban la luz, como un espejo roto.

—No quería esto al principio —admitió, su voz baja—. Pero, ahora... no lo cambiaría.

Arion la miró, mostrando un destello de sorpresa en sus ojos dorados.

—Ni yo —respondió—. Aunque aún no sé qué significa.

Darian rio, era un sonido áspero, pero sincero.

—Significa que son más fuertes juntos —dijo—. El eclipse no miente.

El resto del día lo pasaron en el castillo, ayudando donde podían. Elara mezcló tinturas con Lysa para los heridos, mientras Arion trabajó con los guardias, reforzando murallas y repartiendo provisiones. Al anochecer, el cielo se tiñó de púrpura y naranja, y una calma suave se asentó sobre Lunara, como si la tierra misma respirara aliviada.

Esa noche, Arion y Elara subieron a una torre alta, el viento fresco se llevó el polvo de la batalla. Se sentaron en el borde, con la daga entre ellos, mirando las estrellas que salpicaban el cielo como promesas. El silencio era cómodo, lleno de una paz que habían ganado con sangre y fuego.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Elara, rompiendo la quietud, con sus ojos grises fijos en el horizonte.

Arion se recostó contra la piedra, cruzando los brazos detrás de su cabeza.

—Reconstruir —respondió—. Solara, Lunara... todo lo que Tharok intentó destruir.

Ella asintió, mientras sus dedos rozaban los pétalos de la daga.

—Y nosotros —dijo Elara, más suave—. No pensé que diría esto, pero … no quiero que esto termine.

Él giró la cabeza, encontrando su mirada, y el calor le subió al pecho.

—¿El pacto? —preguntó, con una chispa de diversión en su voz—. ¿O lo que sea que esto es?

Elara se ruborizó.

—Ambos, supongo —respondió—. No eres el bruto que imaginé.

—Y tú no eres la princesa altiva que temí —replicó él, riendo—. Aunque tienes tus momentos.

Ella le dio un empujón ligero en el hombro, y él lo devolvió. Sus risas se mezclaron en el aire fresco. Cuando el silencio volvió, era más profundo, cargado de una verdad que ninguno había dicho aún.

—No sé si estoy listo para un matrimonio —admitió Elara con voz baja—. Pero, no quiero perderte.




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