Eclipse de Corazones

Capítulo 15: El amanecer del pacto

El sol se alzaba sobre la frontera entre Solara y Lunara, un resplandor que fundía el oro de los campos, con el plata de los bosques, en una línea brillante que parecía borrar las heridas del pasado. Habían pasado semanas desde la caída de Tharok, y los reinos sanaban lentamente: los árboles de Lunara brotaban con hojas nuevas, los campos de Solara se alzaban con espigas fuertes, y la niebla negra era solo un recuerdo que el viento había barrido.

Arion y Elara estaban en el Bosque de la Frontera, el lugar donde todo comenzó.

Habían regresado tras el banquete en Solara, convocados por un mensaje conjunto de Avira, Lysa y Darian. No explicaba mucho, solo pedía su presencia en el claro donde la tormenta los unió por primera vez.

La daga del pacto colgaba en el cinturón de Elara, su luz apagada, pero su peso familiar, como un amigo que había cumplido su propósito. Vestían ropas sencillas, él una túnica dorada, ella una capa gris, sin armaduras ni armas, solo ellos mismos bajo un cielo que prometía paz.

Elara se detuvo junto a un pino plateado, y con sus dedos rozaba un brote fresco que brillaba con rocío. Sus ojos grises estaban más suaves, libres del filo que los había endurecido en la huida, pero cargados de una melancolía dulce.

—Aquí empezó —dijo, su voz baja pero clara—. Pensé que estaba sola.

Arion se acercó, hasta que su hombro rozaba el de ella; el calor de su presencia era un eco de tantas batallas compartidas.

—Y yo pensé que era libre —respondió, con una sonrisa torcida en sus labios—. Qué equivocados estábamos.

Ella rio por unos segundos, mientras se miraban fijamente.

—Tal vez no tanto —dijo Elara—. Encontramos algo mejor que la libertad.

Él la miró, sus ojos dorados atrapaban la luz del sol, que se filtraba entre las ramas.

—Tú —respondió Arion, simple y sincero, y el peso de la palabra los envolvió como una manta.

Caminaron hacia el centro del claro, donde Avira, Lysa y Darian esperaban junto a un círculo de piedras talladas con soles y lunas. Los tres estaban vestidos con capas ceremoniales, dorado, azul y gris, y sus rostros llevaban una mezcla de orgullo y solemnidad.

Toren estaba allí también, y un puñado de aldeanos y guardias formaban un semicírculo; sus ojos brillaban con gratitud.

Avira dio un paso al frente.

—Los convocamos para cerrar lo que el eclipse comenzó —dijo—. Solara y Lunara están en paz, gracias a vosotros.

Darian se apoyó en su bastón, con su mirada firme a pesar del cansancio.

—La maldición está rota —añadió—. Pero el pacto sigue vivo, en lo que habéis construido.

Lysa sostenía un cofre de madera tallada.

—No les pedimos esto como reyes —dijo Lysa—. Sino como padres que han visto a sus hijos convertirse en algo más.

Elara frunció el ceño, intercambiando una mirada con Arion.

—¿Qué quieren decir? —preguntó, con su mano rozando la daga por instinto.

Avira señaló el círculo de piedras, donde una losa central brillaba con runas antiguas.

—El oráculo habló de una unión que vencería la sombra —explicó—. Pero, también de un juramento que sellaría la luz. Esto no es un matrimonio forzado, sino una elección.

Arion cruzó los brazos, su mente viajó hacia las noches bajo las estrellas, las risas en el caos, las manos unidas en la daga.

—¿Una elección? —dijo, con su tono curioso y cauto—. ¿Qué significa?

Lysa abrió el cofre, revelando dos anillos: uno de oro con un pétalo plateado incrustado, otro de plata con un sol dorado brillando en su superficie. Los levantó, y el sol reflejándose en ellos como un eco de la daga.

—Estos son símbolos —dijo—. No de un pacto impuesto, sino de lo que ya sois. Podéis tomarlos o dejarlos. Decidan lo que quieren.

Elara sintió un nudo en la garganta, sus ojos pasaron de los anillos a Arion. Recordó la cueva, el puente, las minas, cada momento que los había forjado, cada palabra que los había acercado. El “No quiero perderte”, que había dicho en la torre, y la verdad de esas palabras la golpeó ahora, como un río desbordado.

Arion respiró hondo, con su mirada fija en Elara, y el mundo desvaneciéndose a su alrededor. Había huido de Solara buscando su propio camino, pero lo había encontrado en ella: en su fuerza, su risa, su fuego. “Paso a paso”, habían prometido, y este era el siguiente.

—¿Qué piensas? —preguntó él, con voz suave, pero temblando ligeramente.

Ella tomó el anillo de plata, girándolo entre sus dedos, con el sol dorado cálido contra su piel.

—Pienso que ya no huyo —respondió, alzando la vista—. ¿Y tú?

Él tomó el anillo de oro, con el pétalo plateado brillando como una estrella.

—Pienso que ya no busco —dijo Arion—. Te encontré.

Se miraron, solo se escuchaba el susurro del viento entre los árboles. Elara deslizó el anillo en su dedo, y Arion hizo lo mismo, un gesto simple que resonó como un trueno en sus corazones. La daga en su cinturón brilló una vez, un destello blanco que se apagó como una despedida, su propósito cumplido.




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