—La situación se nos escapa de las manos—dijo el hombre de ojos grises con una expresión de frustración y angustia muy lograda—. Si no detenemos a los mortales ahora será demasiado tarde cuando queramos intervenir.
Calló entrelazando las manos en la espalda, expectante.
En su semblante se adivinaban unos treinta años, aunque no se hallara ni cerca de tal edad. El traje negro a la medida le hacía desencajar por completo con el resto de los congregados en la sala. Su contextura esbelta y el porte orgulloso de un rey hacían de él un individuo imponente.
Sin embargo, se veía disminuido estando pie ante el hombre al que se dirigía, su hermano menor. Percival, cabello negro como alquitrán y barba larga salpicada de canas, era más alto y corpulento que su hermano. También lucía mucho más viejo. El metal pulido de su armadura centelleaba a la luz como el rayo grabado en el broche que sujetaba la capa sobre sus hombros. Sentado en lo alto de su trono dorado, tan solo el aire que expelía inspiraba veneración y algo de temor en quienes lo rodeaban.
—¿Puedo saber a qué situación te refieres?—inquirió el rey tras un momento con una clara expresión de fastidio ante lo que sabía estaba por venir.
—¿Qué situación, Percival?—repitió el otro, exasperado—. Me refiero al hecho de que cada día parece que aumentan las ganas de los meropes de matarse entre sí y no hacemos nada para detenerlos. Ahora que piensan que están solos en el mundo se creen superiores, omnipotentes—Caminaba de un lado a otro lanzando miradas de soslayo a su hermano. El tacón de sus zapatos levantando ecos en el suelo de mármol a cada paso—. Y mientras avanzan en sus conflictos, desarrollan nuevos armamentos con los que podrían destruir el mundo y toda la vida en él… nosotros incluidos.
Un rumor recorrió la habitación. Muchos se inclinaron hacia su vecino compartiendo entre murmullos sus inquietudes, como niños temblando bajo las sábanas temiendo a El Coco que viene a por ellos. Al fin y al cabo, si algo aterraba a aquellos seres inmemoriales era a la posibilidad de una muerte definitiva.
Desde su asiento al fondo de la sala, bastante ansiosa por otros asuntos como para interesarse en un tema que consideraba estéril, Diana estudió al hombre de traje que se había quedado admirando el efecto de sus palabras en los presentes.
Lo despreciaba.
No era difícil o poco frecuente que Diana odiara a alguien. Muchos habían sido quienes a lo largo de la historia cosecharon su desprecio. Pero pocos lograron mantenerlo por tanto tiempo como aquel hombre. Quizás fuera la sonrisa de satisfacción que siempre parecía tener pegada en la cara—ahora bien disimulada con una expresión de desasosiego— o por sus constantes vaivenes entre las ínfulas de superioridad y el creer que el mundo era siempre injusto con él.
Los murmullos de la multitud se prolongaron por un momento, hasta que Percival levantó una mano llamando al silencio. Enseguida las voces se fueron acallando atentas a lo que su rey tenía que decir.
—Las guerras entre humanos han existido casi desde el momento en que abrieron los ojos al mundo… y si bien recuerdo nosotros también hemos participado en unas cuantas—indicó torciendo el gesto, como si le incomodara pensar en ello—. Se enfrentan entre sí porque sus diferencias los guían a ello, es parte de su naturaleza y lo han hecho con o sin nuestra intervención—declaró reclinándose en su sitial—. En todo caso, ¿qué esperas que hagamos?
El hombre de traje titubeó un momento.
Era fácil adivinar hacia dónde se dirigía, estaba escrito en su rostro desde el momento en que tomó la palabra. Pero romper un tabú requería de cierto valor cuando las represalias eran tan severas como bien conocidas.
—Abrir las puertas de las ciudades—dijo por fin. Su voz tan firme como el suelo bajo sus pies—. Romper las barreras y los encantamientos de ocultación. Mostrarles el verdadero camino revelando quiénes somos y que no están solos. Dejando de escondernos. —Se detuvo, pero Diana supo que su vacilación era fingida. —Gobernándolos.
Esa última palabra quedó flotando en el aire, haciéndose sentir en medio de un silencio sepulcral que nadie se atrevió a romper. Esta vez no hubo susurros ni cuchicheos, sólo decenas de miradas tensas puestas sobre los dos hermanos.
Por instinto Diana se encontró llevando su mano a la daga junto a su cinturón y sondeando la habitación en busca de enemigos listos para el ataque.
Percival por su parte frunció el ceño. La ira era casi palpable en su rostro, sus ojos las nubes plomizas que anticipan una tormenta inminente.
Sin embargo, por algún designio divino acabó recobrando su expresión impasible en lugar de estallar.
—Déjame ver si entiendo—comenzó muy despacio—. Sugieres que rompamos el Tratado y con él todos los acuerdos pactados después del Concilio de Separación, ¿es eso? Que tiremos por la borda siglos de clandestinidad, olvidando el sacrificio y la sangre que derramó nuestra gente para alcanzar la paz que tenemos ahora… ¿Y todo porque consideras que los humanos representan un peligro para nuestra supervivencia?
Su hermano vaciló, pero no se dejó amilanar.
—Aunque lo pongas de esa manera, sí. A eso es justo a lo que me refiero. Es hora de mostrarles a los meropes que no son más que insectos en nuestros talones. Enseñarles humildad.