Parte 1
Revelaciones
Alza la mirada hacia los astros
Ovidio
Metamorfosis I, 86
El despertador sonó anunciando la hora de levantarse.
Envuelto entre las sábanas, atrapado por la gravedad que ejercían sobre su cuerpo, Alex se sintió tentado a no salir de aquel lugar seguro. Pero no podía llegar tarde a su primer día en el nuevo instituto. Con toda la fuerza de voluntad que pudo reunir se obligó a levantarse poco a poco.
Una vez sentado en la orilla de la cama le echó un vistazo a la habitación a la que no estaba del todo acostumbrado. Libros apilados en el escritorio, paredes forradas con posters de músicos y bandas alternativas y el montón de cajas desterradas en un rincón—origen de varios regaños por parte de su madre que lo presionaba para que acabara de desempacar—, todo se sentía tan familiar, pero extrañamente ajeno para Alex.
Hacía poco menos de un mes que la familia Green cruzó el océano para trasladarse desde su hogar en Nueva York hasta Barcelona. Alexandro, aunque fluido en el idioma, aún encontraba difícil acostumbrarse al cambio. A menudo se encontraba absorto en recuerdos de su ciudad natal.
Para no dejarse afectar por otro ataque de nostalgia tan temprano en la mañana, Alex se desperezó y se dirigió al baño.
Cuando estuvo duchado y vestido se detuvo frente al espejo por quién sabe cuánto. Estaba nervioso. Lo notó en el nudo que se le había formado en el estómago y por la forma casi compulsiva en que estudiaba su propio reflejo, cerciorándose de que todo estuviera en su lugar. Sentía náuseas cada que pensaba en la cantidad de gente nueva a la que debía enfrentarse. Y no podía pensar en otra cosa.
Tras algunos minutos se rindió intentado darle forma al montón de rizos rubios que era su cabello. Quería volver a la cama.
Con un suspiro derrotado, salió de la habitación.
En la cocina Lanna Green preparaba el desayuno mientras su esposo bebía café y leía el periódico como cada mañana.
—Buenos días—los saludó sirviéndose un vaso de zumo de naranja.
George Green murmuró un saludo sin apartar la vista del periódico. Alex tenía la sensación de que últimamente no se encontraba del mejor humor. Estaba más callado de lo usual y se encerraba por horas en su estudio. A veces le parecía que aquellos ojos azules por lo general tan cálidos se habían convertido en dos bloques de hielo; cuando cruzaban miradas sentía escalofríos.
Alex se decía a sí mismo que seguro era debido al estrés del nuevo trabajo, pero que nunca le había visto actuar de esa manera. Le incomodaba admitir que por momento le temía a su propio padre.
Su madre, por otro lado, seguía tan amorosa como de costumbre.
—Alex, cariño, buen día—le recibió con una amplia sonrisa—. Estaba por subir a llamarte, pero te me adelantaste. La escuela no empieza hasta dentro de hora y media, pudiste dormir un poco más.
Iba preciosa en su desgastada camiseta aguamarina y pantalones de chándal. Llevaba el cabello rojizo recogido con la lapicera que usaba para anotar la lista de compras.
Alex le dio un beso en la frente. Olía a lavanda y suavizante para ropa.
—Lo sé, pero pensé en llegar temprano por si me demoraba en encontrar el aula—mintió él. La verdad era que no le apetecía esquivar a un montón de personas en los pasillos llegando justo a la hora.
—Bien, pues estoy preparando pan francés y huevos revueltos. ¿Quieres un poco?
El chico asintió entusiasmado.
Su madre le sirvió un plato con más comida de la que Alex creía poder manejar con el estómago revuelto. Entonces, con los codos sobre la mesa y el mentón entre las manos le escrutó el rostro con esos afilados ojos castaños.
—Dime, ¿estás nervioso?
—Un poco. Pero creo que sobreviviré.
Ella sonrió otra vez. La sonrisa de Lanna Green era como el primer sol de primavera que derrite la nieve sobre el prado.
—Sí, yo también lo creo.
Después del desayuno y sintiéndose de mejor ánimo, Alex se puso los audífonos y con These Boots Are Made For Walkin’ de Nancy Sinatra de fondo se puso en marcha.
El instituto estaba a un par de minutos de distancia por lo que sin importar cuánto intentara alargar el trayecto, cuando pisó la entrada principal todavía restaba media hora para su primera clase.
Fingió no percatarse de las miradas que le observaban sin tapujos mientras dejaba sus cosas en el casillero que le habían asignado. Aún a través de los audífonos sabía que hablaban sobre él entre susurros.
«Por lo visto las cosas no cambian no importa el continente—pensó».
Para su alivio el aula estaba vacía.
Alex se acomodó en un asiento junto a la ventana. Cerró los ojos y respiró hondo, dejándose bañar por los rayos de luz que entraban a través del cristal. Por un momento sólo eran él, la música en sus oídos y el cálido sol.