Oscuridad.
Es lo único que Lina puede ver mientras corre por las calles desiertas, sus pasos resonando como un eco en la vastedad de la noche. El aire está cargado con la humedad de una tormenta reciente, y cada inhalación quema en su garganta. La ciudad, usualmente vibrante y luminosa, parece haber sido tragada por una sombra inquebrantable.
No son reales.
Se repite una y otra vez, un mantra que apenas logra mantener su cordura. Pero la duda se filtra entre sus pensamientos como un veneno. A lo lejos, las figuras se arrastran hacia ella. Primero en los márgenes de su visión, luego, más claramente, comienzan a tomar forma: cuerpos encorvados, miembros torcidos, y ojos brillantes que reflejan la luz tenue de las pocas farolas que aún funcionan.
Lina se detiene, tratando de calmar el tamborileo frenético de su corazón. A pesar de sus intentos de racionalizar lo que está viendo, su cuerpo actúa por instinto. Sus manos tiemblan mientras agarra con fuerza el pequeño cuchillo que lleva en su bolsillo. Es lo único que tiene para defenderse.
Animales. Los ve más claramente ahora: una manada de perros callejeros, famélicos y peligrosos. Sus costillas sobresalen bajo la piel sucia, y sus bocas se abren en gruñidos amenazadores. Lina retrocede un paso, pero ellos avanzan. Son demasiados. Sabe que no podrá escapar.
Uno de ellos, más grande que el resto, se separa del grupo. Sus ojos, inyectados en sangre, están fijos en ella. Lina puede sentir la hostilidad irradiando del animal, un odio visceral que no puede comprender. Sin embargo, en el fondo de su mente, algo no encaja.
El perro no es un perro, es... una persona.
La revelación la golpea como una ráfaga helada. Por un instante, el mundo se tambalea a su alrededor, la realidad y la alucinación chocando en su mente. No es un perro, es un hombre, un hombre sucio y desesperado, con la mirada de alguien que ha sido olvidado por el mundo.
Lina parpadea, sacudiendo la cabeza, pero la imagen no desaparece. El hombre, o la bestia, lo que sea que sea, se abalanza hacia ella, sus manos —¿garras?— extendiéndose como si quisiera arrancarle la vida.
Sin pensarlo, Lina ataca. El cuchillo encuentra su objetivo, hundiéndose en la carne blanda con un sonido sordo. Un alarido desgarrador rompe el silencio de la noche, un sonido que es tanto animal como humano, una mezcla de dolor y agonía que retumba en sus oídos.
La figura cae, desplomándose en el suelo. Lina jadea, observando horrorizada cómo la vida se escapa del cuerpo que ahora yace inmóvil a sus pies. El cuchillo, manchado de sangre, cae de sus manos temblorosas.
Ella se agacha, susurrando entre sollozos, "Lo siento... lo siento tanto..." Pero su mente sigue en guerra, incapaz de decidir si ha matado a un animal salvaje o a un hombre.
Mientras el silencio regresa lentamente a la calle, una fría claridad la atraviesa. Este no es un accidente. Esto es solo el comienzo. Algo dentro de ella, algo oscuro y enterrado, comienza a despertar.
Lina levanta la mirada hacia el horizonte donde la ciudad duerme. La tranquilidad superficial oculta un malestar profundo, uno que ella ahora puede ver claramente, tal vez demasiado claramente. Sus visiones, sus alucinaciones, son más que un mal funcionamiento. Son un reflejo de una verdad oculta, una que la sociedad ha decidido ignorar, y que ella no puede permitirse olvidar.
Con los ojos empañados por las lágrimas, se da cuenta de que ha cruzado un umbral del que no hay retorno. Y mientras la primera luz del amanecer comienza a teñir el cielo, Lina entiende que su lucha por discernir lo real de lo imaginario apenas ha comenzado.