El sonido de la alarma es lo primero que siente Lina, un zumbido suave que se intensifica gradualmente, forzando a su mente a emerger de las profundidades del sueño. La habitación está envuelta en penumbra, salvo por las suaves luces azules que delinean los bordes del espejo y la puerta del baño. El reloj en la pared proyecta la hora en números brillantes: 05:30. Es una rutina a la que Lina se ha acostumbrado, una programación automática que hace que cada día se deslice en el siguiente sin sobresaltos.
Se sienta en la cama, frotándose los ojos y estirando los brazos. En el silencio matutino, la quietud del apartamento es casi opresiva. Todo en el lugar es ordenado, minimalista; una extensión de la mentalidad de Lina, donde cada cosa tiene su lugar y cada movimiento está cuidadosamente planeado. Nada queda al azar.
Al otro lado de la habitación, la ventana automática se activa, revelando la vista de la ciudad. El sol aún no ha salido, pero las luces de los rascacielos ya dibujan patrones en la neblina. Lina observa brevemente la escena, buscando el consuelo en la familiaridad. Desde su altura, la ciudad parece pacífica, controlada, casi perfecta.
Pero Lina sabe mejor. A pesar de las brillantes fachadas de los edificios y las calles impecables, hay rincones oscuros que el mundo prefiere ignorar. Las zonas donde el brillo de la tecnología no alcanza, donde la humanidad ha sido olvidada.
Lina suspira, dejando esos pensamientos a un lado mientras se levanta y se dirige al baño. La rutina de la mañana es su ancla, el ritual que la conecta a la normalidad, que la mantiene centrada. Se lava la cara, el agua fría despejando la niebla que aún nubla sus sentidos. En el espejo, su reflejo le devuelve la mirada: una joven con ojos claros pero cansados, el cabello oscuro recogido en un moño desordenado. Lina observa su propio rostro con una objetividad clínica, buscando signos de fatiga o estrés. Es una costumbre adquirida durante años de trabajo en el laboratorio, donde el más mínimo detalle puede ser significativo.
Tras vestirse con el uniforme de trabajo, una sencilla bata blanca, Lina se dirige a la cocina. El café ya está preparado, una cortesía de la automatización que tanto aprecia. Mientras se sirve una taza, su implante en la muñeca emite un suave pitido. La pantalla proyectada muestra su agenda para el día: reuniones, experimentos, y una visita obligatoria al departamento de neurología para su revisión semestral. La mención del examen médico le provoca una leve incomodidad, un recordatorio de que su cerebro, como el de todos en la ciudad, es monitoreado y calibrado regularmente.
Mientras sorbe el café, su mente vuelve involuntariamente a la noche anterior, a la oscuridad, al grito ahogado, al cuchillo. Los recuerdos son difusos, mezclados con las sombras de un sueño que se desmorona con cada segundo que pasa. ¿Fue real? ¿Fue otra alucinación? La duda la carcome, pero rápidamente sacude la cabeza. No. No ahora. No aquí.
Hoy es otro día en la vida perfectamente estructurada de Lina. Pero una inquietud persiste, una sensación subterránea de que algo está fuera de lugar, como una melodía desafinada en una sinfonía. Mientras se dirige hacia la puerta, recogiendo su bolso y activando el cierre automático del apartamento, no puede evitar mirar una última vez por la ventana.
Las calles abajo parecen tranquilas, pero en algún rincón de su mente, Lina sabe que la calma es solo superficial. Bajo esa superficie, algo oscuro está creciendo, y ella apenas puede empezar a sentir su presencia.
Con un último suspiro, se adentra en el pasillo, lista para enfrentar otro día, mientras el eco de sus pensamientos la sigue como una sombra persistente.