Ecos de la Selva

La última luna del Congo

La última noche antes de que todo cambiara, Kunto —hijo del sabio Bembe, aprendiz de guerrero, y futuro padre de Makurá— corría por los senderos del bosque con el pecho agitado y los pies cubiertos de barro. Iba con Zambo, su primo, y Alawe, su mejor amigo. Esa noche, como los mayores habían anunciado, perderían su virginidad con las mujeres que el consejo había elegido para el rito de madurez.

Pero no hubo ceremonia.

—¿Por qué los ancianos están reunidos con los hombres del otro clan? —preguntó Zambo, oculto entre las hojas.

—No lo sé, pero no me gusta el olor del aire. Huele a muerte —dijo Alawe, bajando la voz.

Desde la sombra vieron al líder rival, Muteke, entregar unas cajas de metal, unas telas coloridas, y un objeto brillante que atrapó los ojos de Kunto: un libro con cubiertas de cuero, dos líneas cruzadas en la portada, al que los forasteros llamaban “Biblia”.

—¡No puede ser…! ¡Nos están entregando! —gruñó Zambo, apretando los dientes.

Y así fue.

Soldados europeos aparecieron entre la maleza, lanzando sogas y gritos en un idioma que ningún joven comprendía. Kunto intentó huir, pero una lanza le golpeó la espalda. Cayeron uno a uno, capturados como presas.

—¡Muteke maldito! ¡Te vendiste por priedras brillantes y agua dura! —alcanzó a gritar Alawe antes de recibir un golpe en la mandíbula.

Los encadenaron por el cuello y las muñecas, como ganado. Uno de los blancos se burló:

—Negros fuertes. Buenos para trabajar. Mejor si no piensan mucho.

El viaje por el río hasta la costa fue silencioso. Solo se escuchaban los grilletes y el llanto de los más jóvenes. Kunto no lloró. Miraba al cielo, buscando respuestas entre las estrellas.

Al llegar al mar, vieron por primera vez una bestia de madera que flotaba: el barco esclavista. El aire olía a sal, vómito seco y miedo.

—Nunca había visto tanta agua junta —susurró Zambo, temblando.

—No temas, primo. No nos romperán —dijo Kunto, con rabia en los ojos para luego meterse una roca filosa en la boca.

Fueron encajonados en la bodega del barco, sin espacio para moverse. Las olas los mecían como muñecos. Muchos vomitaban. Algunos deliraban.

Días después, Kunto notó que las cadenas en sus pies estaban oxidadas.

—Esta noche. Cuando cambien la guardia —murmuró.

—¿Estás loco? Nos matarán —dijo Alawe.

—¿Y qué? ¿Vamos a morir encadenados como perros? ¡Yo no nací para servirles! —gruñó Kunto.

Y esa noche lo intentaron. Kunto rompió su grillete con la piedra que había escondido. Liberó a Zambo, luego a Alawe, luego a los demás. Se abalanzaron sobre los guardias. Uno cayó. Otro fue empujado por la borda. La sangre manchó la madera.

—¡Ahora! ¡Al agua! —gritó uno.

Pero entonces, el sonido. Un estallido seco, como un trueno contenido.

—¡BOOM! ¡BOOM!—

Los blancos disparaban con armas de pólvora. Alawe fue el primero en recibir un pequeño impacto, el brazo izquierdo herido por el fuego. Zambo retrocedió, aterrorizado.

—¡¿Qué magia es esta?! —gritó uno de los jóvenes, sangrando.

Kunto intentó seguir luchando, pero fue reducido a golpes, su rostro destrozado por la culata de un fusil.

Cuando despertó, estaban llegando a tierra firme. Un puerto llamado Caracas.

—Ya están comprados —dijo un hombre gordo con sombrero de ala ancha—. Cárguen a los heridos alas mulas, el resto de estos animales deberán caminar.

Los obligaron a caminar descalzos durante días, bajo el sol ardiente, entre barro y estiércol de animales. Hasta llegar a una enorme finca rodeada de cañaverales y muros altos: Villa López.

Allí, por primera vez, conocieron el verdadero cansancio.

—Báñenlos con cal —ordenó un capataz—. Y revisen si tienen llagas. No quiero que se me mueran antes de la zafra.

Los desnudaron, los examinaron como bestias. Una mujer esclava, ya mayor, murmuró mientras los veía llegar:

—Pobres niños… aún con olor a tierra libre.

Les dieron camas de madera dura, sin cobijas, con paja húmeda.

Esa noche, en la oscuridad del barracón, los demás esclavizados se reunieron.

Una mujer de piel oscura, con trenzas grises, les ofreció agua con yerbas.

—Soy Mama Ndeka. Aquí todos tenemos un nombre, aunque ellos intenten quitárnoslo. El tuyo, muchacho, ¿cómo es?

—Kunto —respondió, con la voz rota pero firme.

Un niño pequeño se le acercó con los ojos curiosos.

—¿Tú peleaste con los blancos?

—Sí —respondió Kunto—. Y volveré a hacerlo.

Un anciano encorvado, llamado Sabio Chuma, soltó una risa suave:

—Entonces la selva ya te escuchó. Los que oyen los ecos no mueren esclavos. Solo están dormidos… por ahora.

Y en el silencio que siguió, solo se escuchaban los grillos… y un susurro profundo que parecía venir de los árboles más allá del muro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.