Ecos de la Selva

semillas bajo tierra

Había pasado casi un año desde que Kunto y los suyos fueron vendidos como animales. Y aunque los grilletes ya no apretaban sus muñecas, aún los sentían en el alma.

De día, cortaban caña, acarreaban agua, cocinaban para los patrones. De noche, tejían esperanza. Bajo las camas, entre el barro y la paja, cavaron pequeños huecos donde escondían arroz, maíz y semillas de yuca envueltas en hojas secas. Las mujeres, como Abeni —una joven astuta y dulce que había hecho fuerte vínculo con Kunto—, trenzaban los granos entre sus cabellos.

—No es solo por sobrevivir —le decía Abeni una noche mientras trenzaba—. Es para cuando huyamos. La tierra reconocerá lo que plantemos en ella.

—Entonces esta tierra no puede ser maldita para siempre —respondía Kunto, con la voz baja y cansada.

La finca de Villa López era un monstruo de tierra: campos de caña hasta donde los ojos no alcanzaban, corrales de animales, hornos, graneros, y un bosque denso que servía como fuente de madera y sombra.

Aquel diciembre, sin previo aviso, llegó un carruaje elegante. Los niños corrieron a verlo, los adultos se escondieron. Era Gaspar de Mendoza, el hijo mayor de los amos, que vivía en Cádiz. Apenas un año mayor que Kunto, con cabello rizado y piel clara, traía en sus ojos una chispa distinta.

Esa misma noche, cuando todos ya estaban en el barracón, Gaspar se escabulló de la casa grande y se acercó al fuego donde Mama Ndeka les contaba historias a los nuevos.

—¡Gaspar! ¡Mi niño de leche dulce! —exclamó Mama Ndeka al verlo—. Ven, que estos hijos de la tierra no te conocen aún.

Mbote na bino… bana ya mboka, —dijo Gaspar, saludando con un acento torpe pero sincero en la lengua de Kunto.

Kunto abrió los ojos, sorprendido. Zambo se echó a reír.

—¿Este blanco habla como nosotros?

—No tan bien —dijo Abeni, conteniendo la risa—. Pero lo intenta.

Gaspar se sentó en el suelo, cruzó las piernas y miró a Kunto con curiosidad.

—Tú eres el que se enfrentó a los captores en altamar, ¿no?

—Y tú eres el hijo de los que nos encadenaron —respondió Kunto, directo.

El silencio se tensó como cuerda de arco. Pero Gaspar no se ofendió. Sonrió.

—Tal vez. Pero Mama Ndeka me crió. Y me enseñó otra forma de ver el mundo.

Mama Ndeka le acarició el cabello como si aún fuera un niño.

—Este muchacho tiene corazón de monte. Lo vi trepar mangles antes de aprender a caminar.

Esa noche rieron, cantaron bajito y compartieron el poco dulce de caña que Abeni había escondido. Pero justo cuando el ambiente se volvía más cálido, una voz rompió la calma.

—¡Gaspar! ¿Dónde estás? —era el amo mayor, con voz molesta.

El capataz llegó primero, vio el fuego, a los esclavos reunidos, y frunció el ceño.

—Señorito, no debería mezclarse tanto…

Gaspar se levantó lentamente, con pesar.

—Lo siento. Nos vemos pronto.

Y así fue.

Desde esa noche, Gaspar no dejó de visitar el barracón. Kunto, Zambo, Abeni y Alawe (el amigo que sobrevivió al motín en altamar) se volvieron su grupo cercano. A cambio de enseñarles a leer y hablar castellano, ellos le enseñaban sobre la selva, la luna, las señales de los árboles, y el ritmo de los tambores invisibles que vivían en el pecho.

—No sabía que se podía amar así una tierra —decía Gaspar mientras caminaban por el bosque.

—No es la tierra —decía Kunto—. Son sus muertos, los que caminan contigo.

Gaspar reía, pero respetaba.

Pasaron los meses, y luego los años.

Cuando Gaspar cumplió los 21, pidió que Kunto, Zambo, Abeni y Alawe pasaran a su nombre. Lo hizo en voz alta, frente a sus padres.

—¿Te volviste loco? —bramó su padre.

—No. Solo humano —respondió él, firme.

A regañadientes, lo aceptaron. Gaspar asumió la dirección de Villa López, y lo primero que hizo fue mejorar la vida de los esclavos. Construyó nuevas camas, reparó techos, y mandó usar la mejor madera para las casas del barracón.

—Esto no es libertad, pero es más digno —decía.

En esos dos años, algo más creció.

Gaspar y Abeni comenzaron a mirarse distinto. Primero fueron bromas, luego silencios, después caricias fugaces cuando los demás no miraban.

—No puedes enamorarte de él —le dijo Kunto una tarde—. Es un Mendoza.

—Tú no sabes lo que duele no poder elegir —respondió Abeni, con los ojos brillantes.

—Sí lo sé —dijo Kunto, en voz tan baja que apenas se oyó.

Gaspar, por su parte, cada vez pasaba más tiempo con ellos. Caminaban por el bosque al atardecer, hablaban de libertad, de otros mundos.

—Si yo tuviera el poder, esto ya no existiría —decía Gaspar mirando los campos.

—Si tú tuvieras el poder, te lo quitarían —respondía Kunto.




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