Ecos de la Selva

El Agua y el Fuego

Gaspar caminaba rápido, con una sonrisa traviesa dibujada en el rostro. Llevaba a Abeni de la mano como quien conduce hacia un tesoro escondido. Atravesaron el límite del bosque, más allá de donde los guardias patrullaban y los esclavos se atrevían a caminar.

—¿Estás seguro que no nos verán? —preguntó Abeni, esquivando raíces gruesas.

—¿No confías en mí?

—Confío. Pero tengo miedo… de que este momento se acabe.

Gaspar no respondió. Solo apretó su mano.

Al poco rato, un rumor de agua les acarició los oídos. Lo siguieron hasta descubrir una cascada que descendía como seda líquida sobre un pozo claro, rodeado de musgos y lianas. La luz atravesaba las hojas y pintaba arcoíris diminutos sobre el agua.

Abeni quedó sin palabras.

—Esto… esto es hermoso —susurró—. ¿Cómo supiste?

—Escuché a los madereros hablar de un lugar que nadie se atrevía a cruzar. Y sabía que si había aves azules, estarían aquí… Quería regalártelas.

Ella lo miró con el alma desnuda. Gaspar dio un paso. Ella otro. El aire se volvió denso, como si la selva contuviera el aliento.

Entonces llovió. Fuerte, repentino, pero tibio.

Lejos de huir, se quedaron.

Las gotas resbalaban por la piel de Abeni, y Gaspar, temblando, dejó que sus manos siguieran ese camino. Ella se puso de puntillas, posando sus brazos sobre los hombros de él, tímida, contenida.

Gaspar la alzó por la cintura y Abeni cruzó las piernas a su alrededor como candado de un amor que no quería abrirse al mundo. Faltaban milímetros para fundirse cuando…

—¡GASPAR! ¡ABENI!

El grito del capataz rasgó el momento como un machete. Se miraron, aterrados. El hechizo se rompió.

Corrieron por el bosque, entre hojas mojadas y raíces, hasta que salieron justo al claro donde el grupo se reunía. Zambo los vio llegar tomados de la mano, empapados. Sonrió con picardía.

Pero el rostro de Kunto estaba inmóvil. Los vio, pero no dijo nada. Por dentro, su corazón era un remolino de alivio, miedo y algo más oscuro… que no supo nombrar.

Esa noche, Abeni no podía dejar de sonreír. Incluso cuando su abuelo, el sabio Makembé, la reprendió.

—Tu abuela también sonreía así cuando se enamoró de un hombre que no era libre.

—Lo sé, abuelo… —susurró Abeni, sin dejar de sonreír.

Mama Ndeka, aunque la regañó con palmadas suaves, le besó la frente en silencio.

En la casa grande, Gaspar fue recibido por su madre, Doña Ernestina, quien ya lo esperaba con una noticia envenenada.

—Mañana vendrá a visitarnos la señorita Isabela de la Roca, hija del conde de Cartagena. Es hermosa, educada… y tu futuro.

Gaspar tragó saliva.

—No quiero eso. Estoy construyendo otra cosa aquí.

—¿Construyendo qué? ¿Un chiquero de esclavos felices?

—Si insisten en obligarme, me iré. No volveré jamás.

—Te lo advierto, Gaspar. Ya eres un hombre. Debes casarte pronto.

La mañana siguiente trajo consigo perfumes caros y vestidos de encaje.

Isabela de la Roca descendió del carruaje con una sonrisa cultivada, pero ojos afilados. Abeni fue llamada al jardín por Doña Ernestina, quien la observaba desde el segundo piso.

Llevaba una bandeja de limonada, firme como podía, cuando vio la escena: Gaspar, rígido y pálido, frente a una joven noble que hablaba con gracia.

Sus miradas se cruzaron. El alma de Abeni se quebró en silencio, pero su rostro se mantuvo sereno.

Cuando sirvió los vasos, uno se le resbaló. El líquido corrió sobre el mantel como río desbocado. Justo entonces, Ernestina irrumpió en el jardín con furia.

—¡Inútil! —exclamó, alzando el brazo.

Pero antes de que su mano alcanzara el rostro de Abeni, Isabela se puso de pie.

—¡Fui yo! El vaso se cayó cuando lo tomé. Ella solo intentaba limpiar. No la culpe.

Ernestina la miró, confundida.

—¿Estás segura?

—Por completo.

Gaspar exhaló, sin saber si besarla o abrazarla. Abeni solo bajó la cabeza, masticando gratitud y celos al mismo tiempo.

Esa noche, mientras Isabela cenaba con los Mendoza, Ernestina estaba radiante.

—Es perfecta. Y se quedará esta noche.

Abeni, desde la cocina, lo escuchó todo. Por dentro, hervía. Pero su mayor pregunta era otra:
¿Por qué se echó la culpa?

Esa noche, tres corazones dormían inquietos. Uno con miedo a perder, otro con miedo a sentir, y otro… con un plan que apenas empezaba a tejerse en la sombra.




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