Ecos de la Selva

Voces Silenciadas

La cena transcurrió bajo una calma tensa. Ernestina lucía complacida mientras observaba cada gesto de la joven Isabela, quien conversaba con gracia y educación. Gaspar, aunque amable, parecía inquieto, como si el alma le pesara más que el cuerpo.

Cuando los demás se retiraron, Gaspar e Isabela se quedaron en la mesa, compartiendo una copa de vino.

—¿Y a ti, qué es lo que más te gusta hacer, Gaspar? —preguntó Isabela con una sonrisa genuina.

Gaspar dudó un instante, mirando la copa.

—Observar aves… y perderme entre los árboles. Es lo único que me hace olvidar… todo lo demás.

—¿Olvidar? —ella inclinó la cabeza, curiosa—. ¿Qué quisieras olvidar?

—No todo. Solo algunas decisiones que otros insisten en tomar por mí.

Isabela lo miró con suavidad.

—¿Es por lo de esta tarde?

Gaspar bajó la mirada. Su voz fue un susurro:

—Gracias por lo que hiciste con Abeni. No tenías por qué…

—Lo hice por ti —dijo Isabela, sin dudar—. Cuando vi tu rostro al verme… supe que ella es importante para ti. No sé si como amiga o algo más. Pero si quiero conocerte, debo cuidar de quienes amas.

Gaspar tragó saliva. Esa respuesta lo conmovió.

Justo entonces, una esclava llegó con un mensaje:

—La señora Ernestina lo espera en su recámara, amo Gaspar.

Gaspar se levantó. Isabela aprovechó el momento para retirarse también.

Camino a su recámara, Gaspar cruzó a la recámara, mientras Isabela desvió su rumbo hacia la cocina. Al entrar, encontró a Abeni llorando, con los brazos hundidos en el agua jabonosa del lavaplatos.

—¿Estás bien? —preguntó Isabela con voz suave.

Abeni, sobresaltada, se apresuró a secar sus lágrimas y giró para atenderla, fingiendo una sonrisa. Pero no alcanzó a hablar.

—No tienes que fingir —dijo Isabela, sacando un pañuelo bordado—. Mientras yo esté aquí, Ernestina no volverá a tocarte. Y no te preocupes por Gaspar. Yo… solo quiero que él sea feliz. Y proteger a quienes ama.

Abeni bajó la cabeza, sin poder hablar. Un nudo le cerraba la garganta.

Mientras tanto, en la habitación principal, Gaspar encaraba a sus padres.

—No siento nada por ella. Me cae bien, es cierto. Pero… no la amo.

—¡No te estamos preguntando si la amas! —interrumpió Ernestina, seca—. Vas a casarte con ella.

El padre, sentado en silencio, encendió un cigarro y murmuró:

—Las minas se han secado. Los indígenas creen que es castigo de sus dioses. Y empiezo a creer que tienen razón.

Ernestina fue directa:

—La única razón por la que seguimos a flote es por lo que queda de nuestras inversiones en Brasil y España. Si pierdes a Isabela, pierdes la finca.

Gaspar apretó los puños, con rabia y resignación.

—Está bien… lo haré.

Esa noche, no dijo una palabra más. Se encerró en su cuarto y cayó dormido, rendido por el peso de una vida impuesta.

En la cocina, sin saber nada de aquello, Isabela y Abeni continuaban su charla.

—Hablas muy bien el español —comentó Isabela.

—Gaspar me enseñó… a mí y a otros —respondió Abeni, con algo más de confianza.

—¿Cuál es tu animal favorito?

—Las aves —respondió sin pensar—. Las de colores vivos… las que no se dejan atrapar.

Isabela sonrió.

—Colecciono plumas. Mañana quiero que me enseñes a ver aves. Y a cambio, yo te enseñaré a leer y escribir.

Abeni no pudo evitar sonreír, con timidez. Cuando Isabela se levantó para irse, se inclinó y le susurró:

—Tengo un regalo para ti.

Le entregó su sujetador de cabello, con una pluma azul incrustada. Luego se alejó.

Esa noche, en la choza de los esclavos, Abeni encontró a Kunto, Zambo, Alawe y Tulah discutiendo en voz baja. El primo de Kunto le ofreció un plato de comida que habían guardado para ella.

—¿Cómo te fue? —preguntó Kunto.

Ella les contó todo. Mostró el regalo de Isabela, pero su rostro seguía opaco, melancólico.

Kunto la abrazó fuerte.

—Eres como una hermana para nosotros. No estás sola, y Gaspar… tarde o temprano, lo dirá todo.

Entre anécdotas y bromas, lograron arrancarle una sonrisa. Abeni se quedó dormida, con la cabeza sobre las piernas de Kunto.

A la mañana siguiente, Gaspar la buscó.

La llevó al claro donde se habían besado por primera vez, y con voz serena, pero cargada de dolor, le explicó todo: la deuda, la presión, el matrimonio arreglado.

Abeni lo escuchó sin interrumpir. Al final solo dijo:

—Ya lo sabía. Y te entiendo.

Gaspar sintió un alivio que dolía. Se abrazaron en silencio.

Ese mismo día, Ernestina anunció que ella y su esposo viajarían a España por un largo tiempo. Isabela quedaría al cuidado de Gaspar, como su futura esposa.

En la casa, todos los esclavos se enteraron. Algunos se sorprendieron. Otros, como Abeni, ya lo presentían.

Esa tarde, Isabela buscó a Abeni.

—¿Vamos a ver aves? —preguntó con una sonrisa.

Se internaron en el bosque. Allí, lejos de todo, Isabela le mostró algunas plumas de su colección y le reafirmó su propuesta: enseñarle a leer y escribir a cambio de que Abeni le enseñara sobre los quehaceres del lugar y su idioma.

—No quiero solo hablar bien… quiero entenderlos —dijo Isabela—. Todos ustedes son personas, no esclavos.

Abeni la miró con más respeto que antes. Empezaron a caminar juntas por el bosque.

Pasaron meses.

Kunto y otros seguían planeando su fuga con cautela.

Gaspar se dedicó por completo a salvar la finca: firmaba cartas, ajustaba cuentas, negociaba recursos.

Abeni e Isabela pasaban cada vez más tiempo juntas, aprendiendo una de la otra. A veces, sin querer, discutían en silencio por la atención de Gaspar. Pero, a la vez, algo inexplicable también las unía.

Hacia fin de año, la región empezó a enfermar.

Una pandemia silenciosa y peligrosa llegó desde los puertos.

Y con ella, una noticia inesperada estaba por caer. Una que partiría los corazones de quienes aún creían que el dolor podía esperar.




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