La tarde era espesa y pegajosa. El sol parecía haberse rendido antes de tiempo, ocultándose tras una bruma pesada que venía del sur. Gaspar recibió la carta con manos temblorosas. Reconoció el sello de su tío: el administrador de la mina en Brasil. Al romper el lacre, sintió cómo su mundo empezaba a desmoronarse.
—No puede ser... —susurró, leyendo las líneas una y otra vez, como si las palabras cambiaran si las miraba lo suficiente.
El texto hablaba de muerte, de un “aire extraño” que salía de las rocas, de cuerpos de esclavos y nativos que caían como hojas secas, sin explicación. Habían sellado la entrada. Había temor. Y lo peor: la mina más grande de la familia, el corazón del imperio, estaba perdida.
Isabela entró a la habitación minutos después. Lo miró de reojo y supo que algo andaba mal.
—¿Qué dice la carta, Gaspar?
—No es nada, Isa.
—Gaspar, dime.
—Ya no importa.
—¡Gaspar! ¡Dímelo ahora! —insistió ella, tomándolo del brazo.
Gaspar suspiró hondo. Su rostro se quebró como un muro que se viene abajo.
—Perdimos la mina. La más grande. La de Bahía.
—¿Cómo que…? ¿Cómo se pierde una mina?
—Dicen que el aire... mata. Las rocas soplan veneno.
Isabela se puso pálida. Cayó de rodillas ante él, con lágrimas asomando en sus ojos.
—Entonces... ¿están arruinados?
—Sí. Solo queda esta finca. Y la otra mina… es polvo.
Ella lo abrazó. Temblaba. Él cerró los ojos. No tenía fuerzas. Fue entonces cuando Isabela lo besó. No como una noble, sino como una mujer desesperada, decidida a aferrarse a lo que quedaba.
Consumaron un matrimonio que aún no había ocurrido.
Mientras tanto, en los barracones, Kunto, Alawe, Tulah y Zambo compartían noticias en voz baja. La gran noche estaba cerca. Las mujeres tejían en silencio, escondiendo semillas en sus trenzas y llenando canastas de paja con alimentos secos.
Esa noche, corrió como fuego un rumor: una finca entera había sido tomada por esclavos. Los amos, pataces y capataces, todos muertos.
—Ya empezó —murmuró Kunto, con los ojos encendidos—. Ahora sabrán que no estamos dormidos.
Al día siguiente, Isabela y su amiga fueron enviadas a la ciudad. Gaspar esperó a que se alejaran y se internó en el bosque. Allí, en la cascada, lo esperaba Abeni.
Él se arrodilló, con los ojos rotos de culpa.
—Anoche… fui débil. Con Isabela.
—No digas más, Gaspar —dijo Abeni, conteniéndose—. Yo lo sabía. Era cuestión de tiempo.
—Pero mi corazón… aún es tuyo.
—Entonces demuéstralo.
Y lo besó. Con furia. Con deseo. Con todo el amor de años ocultos. La cascada fue testigo del segundo encuentro íntimo de Gaspar en menos de un día, pero este tenía un aroma distinto: a verdad.
En la noche, la amiga de Isabela los vio a Gaspar y Abeni salir del bosque. Y se lo contó. Pero Isabela solo sonrió.
—Gracias por contármelo. Yo sabré qué hacer.
Mientras tanto, la peste avanzaba. Rumores decían que los esclavos eran los portadores. La Corona emitió un decreto: ningún amo debía tener contacto con ellos. De lo contrario, perdería todo y sería condenado al exilio.
Gaspar supo que el tiempo se acababa.
Dos noches después, luces y humo al norte. Explosiones. Gritos. Caracas ardía. Los esclavos se rebelaban.
Gaspar reunió a los capataces y esclavos más fuertes.
—Lleven a los niños, mujeres y ancianos al claro del bosque. ¡Ahora!
—¿Y tú? —preguntó Kunto.
—Yo los detendré. Solo necesito ganar tiempo.
Zambo tomó a Isabela y su amiga. Kunto y Alawe condujeron al resto. Mientras tanto, Gaspar derramaba aceite por los suelos de la mansión y colocaba pólvora en los rincones. Apagó las luces, subió al segundo piso de la mansión. Preparó su fusil.
Desde la ventana, vio las sombras acercarse.
—No son soldados… son esclavos —murmuró, sorprendido.
El primer impacto reventó una ventana. Gritos. Llamas. Disparos al fondo. La finca se convirtió en un campo de batalla.
Gaspar encendió una antorcha. Iba a lanzarla… pero un esclavo rebelde apareció detrás de él.
La daga entró por su mano.
—¡AHHHH!
—¡Muere, maldito! —gritó el atacante.
Gaspar forcejeó. Otra daga se clavó en su costado. Estaba por rendirse cuando una voz cortó el aire:
—¡NOOOO!
Un disparo. El rebelde cayó. Kunto y Alawe lo habían salvado.
Alawe lo cargó mientras Kunto preparaba una soga. Lo bajaron por el balcón hasta el jardín y corrieron hacia el bosque.
Zambo y Tulah guiaban la caravana por el sendero secreto. Más de 20 carretas cargadas de comida, balsas, madera y herramientas.
—Nunca supimos que este camino existía —murmuró uno de los capataces, asombrado.
—Por eso no eres libre —respondió Tulah con orgullo.
Pero Abeni no se fue. Esperaba a Gaspar en la oscuridad. Una linterna de aceite temblaba entre sus dedos. Y entonces… lo vio. Sangrando, apoyado en Alawe.
—¡GASPAR, MI AMOR! —corrió hacia él, lo besó—. Vamos, rápido, por aquí.
Se unieron al grupo. Isabela, al ver a Gaspar moribundo, se lanzó a sus brazos.
—¡No! ¡No te mueras mi amor, por favor!
Abeni y ella se cruzaron miradas. No dijeron nada. Las dos lo amaban. Las dos lo cuidaron.
Subieron la colina. Apagaron las linternas internas. Solo unas pocas iluminaban el borde del camino.
Y entonces, una explosión sacudió el cielo. La mansión ardía.
Gaspar, en la carreta, sonrió con los labios partidos por la sangre.
—Funcionó… —susurró, antes de perder el conocimiento.
Así cruzaron la cima.
Y desaparecieron.
En la espesura de las montañas, el viento soplaba fuerte.
Pero esta vez no era veneno. Era libertad... ¿o no?
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Editado: 14.10.2025