La caravana siguió avanzando por el estrecho sendero cubierto de niebla. Las ruedas de las carretas se hundían en el lodo, los burros resoplaban cansados, y los niños dormían en brazos de sus madres, acunados por el crujir de las maderas y el silbido del viento. Nadie hablaba. Solo se escuchaba el murmullo de la selva que, aun oculta tras la bruma, parecía observarlos.
Pasaron casi dos horas de marcha cuando el camino se abrió hacia una vereda más ancha, antigua, cubierta de raíces y musgo. Era una senda que subía entre dos montañas altísimas, tan empinadas que ni los nativos más valientes solían aventurarse por allí. Kunto se adelantó con Zambo, observando el terreno.
—Parece olvidado… —murmuró Kunto—. Pero eso es justo lo que necesitamos: que nadie sepa por dónde fuimos.
Zambo asintió, respirando el aire helado que cortaba la piel.
—Entonces subiremos —dijo—. No hay vuelta atrás.
La caravana emprendió la subida. El camino serpenteaba entre peñascos, raíces y precipicios que se perdían en la neblina. Los cascos de las mulas resonaban huecos contra la piedra, y los más pequeños tiritaban envueltos en telas. Pasaron tres horas más antes de alcanzar la cima. Al hacerlo, un viento gélido les golpeó los rostros. La vista era impresionante: un mar blanco de nubes cubría todo el valle, y el cielo, teñido de un gris azulado, presagiaba el amanecer.
—No podemos seguir —dijo Kunto—. El frío matará a los niños. Será mejor descansar aquí hasta que el sol nos alcance.
Zambo y Tulah estuvieron de acuerdo. Buscaron una zona amplia y plana cerca del borde, rodeada de piedras grandes que servirían de protección. Allí improvisaron el campamento: colocaron las carretas formando un círculo, cubrieron huecos con sacos y canoas, levantaron chozas con troncos y ramas, y encendieron varias fogatas para espantar el frío. El humo subía recto al cielo, sin viento que lo dispersara.
Alawe, Zambo y un capataz llamado Marcos quedaron de guardia. El silencio era tan espeso que hasta el crepitar del fuego parecía demasiado fuerte. Marcos, mirando el fuego, habló en voz baja.
—He sido un imbécil… —dijo—. Pasé años tratándolos como animales. Pero ustedes… ustedes sienten, ríen, sangran igual que yo. No merecían eso.
Alawe lo observó sin rencor, aunque su voz sonó firme.
—El daño hecho no se borra, Marcos. Pero los caminos nuevos empiezan cuando se reconoce el error.
Hizo una pausa, mirando las estrellas.
—Yo solo sueño con volver a mi tierra… o al menos morir sin cadenas.
Ninguno volvió a hablar. Solo el fuego respondió con chispas que subían hacia el cielo helado.
Con el primer rayo del amanecer, Kunto ordenó preparar la bajada. Pero antes, decidió junto a Zambo explorar el otro lado de la montaña. Bajaron por un sendero cubierto de hojas húmedas, y tras un rato de caminata encontraron que el camino terminaba abruptamente en una grieta profunda. No había forma de continuar con las carretas.
—Aquí se acaba el camino —dijo Zambo, asomándose con cautela—. Si seguimos, tendremos que hacerlo a pie.
Kunto suspiró.
—Entonces haremos de esta cima un hogar temporal. Desde aquí buscaremos una salida… o la libertad.
Volvieron al campamento y reunieron a los ancianos, a Mama Ndeka, a Gaspar —aún débil, pero ya de pie— y a los capataces que se habían unido al grupo. Formaron un consejo improvisado. Decidieron construir un asentamiento temporal mientras exploraban la región. Los hombres comenzaron a cortar madera de los alrededores y subirla con las mulas; las mujeres tejían paredes con paja y hojas anchas. El camino por el que habían llegado fue bloqueado con troncos y piedras, ocultando su rastro.
Pasaron los meses.
El campamento se transformó en una aldea viva: chozas alineadas, corrales, fogatas constantes, cantos al atardecer. Pero lejos de allí, el mundo ardía.
Los rumores llegaban con los vientos: esclavos rebelándose en Caracas, plantaciones incendiadas, ejércitos coloniales ejecutando a quienes intentaban huir. Las calles de las ciudades se llenaban del humo de cuerpos y de miedo. Los amos huían a las montañas o a las costas; los libres temblaban ante la furia de los suyos.
Una noche, mientras Zambo y Kunto regresaban de explorar, escucharon un gruñido profundo.
Detuvieron el paso. De entre los arbustos, unos ojos amarillos los miraban: un jaguar, inmenso, silencioso, los acechaba desde la oscuridad.
—¡No te muevas! —susurró Kunto, temblando.
Pero antes de que pudieran reaccionar, el animal se desvaneció entre la maleza, como si el bosque se lo tragara.
—¿Viste eso? —dijo Kunto con la voz entrecortada.
Zambo asintió, pero con gesto confundido.
—Sí… pero no era un jaguar, Kunto. Era un búho de ojos azules. Lo vi en la rama… justo ahí. Nos observaba.
Ambos se quedaron helados. Sin decir más, corrieron hasta el campamento, jadeantes, con el corazón en la garganta. Los guardias acudieron a ayudarlos, pero ellos solo balbucearon:
—Animales… estaban cerca…
Esa noche, el fuego crepitaba más alto que nunca. Kunto, Zambo y Alawe permanecieron despiertos junto a la fogata. Entonces el abuelo de Abeni, envuelto en una manta tejida, se acercó despacio.
Se sentó frente a ellos y habló con voz grave:
—No teman a los que la selva les muestra —dijo—. Lo que vieron no son bestias, sino los Espíritus del Camino.
El fuego iluminó sus ojos arrugados, que parecían guardar siglos de historia.
—El Jaguar es Ukúma, el guardián de la selva. Solo se muestra ante quienes están destinados a protegerla.
—El Búho es Makué, el vigilante de la noche. Observa las sombras del corazón de los hombres y decide quién es digno de seguir viviendo.
—La Serpiente es Yuma, el espíritu del río; trae la sabiduría, pero también la prueba.
—Y el Mono rojo, Tumba, representa la fuerza de nuestro ser; cuando lo oigan reír, sabrán que nuestra fuerza está a punto de crecer…
—La Mariposa negra, Oruwa, lleva los mensajes de los que ya se fueron.
#567 en Thriller
#253 en Misterio
#1828 en Otros
#130 en Aventura
sexo accion aventura celos, luchando por la verdad en la oscuridad, sangre poder traición pasiónprohibida
Editado: 14.10.2025