Ecos de la Selva

Elikya

El bosque había cambiado.
Desde aquella noche en que los espíritus del jaguar y el búho se aparecieron, Kunto y Zambo sentían que la selva los observaba en silencio. A veces, mientras recogían leña o caminaban hacia el río, el aire se detenía y un murmullo leve recorría las hojas, como si una voz antigua los llamara desde lo profundo. Intentaban hablarles, pero los espíritus no respondían. El bosque guardaba silencio.

Pasaron meses. La vida en la cima era dura. Las lluvias se volvieron más intensas, las cosechas escasas y el frío de la altura enfermaba a los niños. La gente trabajaba sin descanso: cazaban, tejían, levantaban chozas nuevas, cuidaban a los heridos. Pero en el corazón de todos latía la misma pregunta: ¿era este el lugar donde debían quedarse?

Una mañana, cuando el sol apenas filtraba su luz entre las nubes, Marcos y Alawe preparaban sus mochilas.
—Exploraremos más abajo —dijo Marcos, amarrando una cuerda a su cintura—. Si seguimos el sendero viejo, quizá encontremos una salida o un río.
Alawe asintió, colocando dentro de una canasta algo de pan, agua y un pedazo de carne seca.
—Acamparemos allá. Si no volvemos en dos días, sabrán por dónde seguirnos.

Abeni, que se encontraba cerca recogiendo hojas para un ungüento, los escuchó murmurar. Una curiosidad irresistible la impulsó. Sin decir palabra, tomó un bolso pequeño, una manta, y decidió seguirlos.

Marcos y Alawe bajaron la montaña por el camino ya marcado por anteriores exploraciones. Las ramas húmedas golpeaban sus rostros, y el olor a tierra mojada se mezclaba con el del musgo y la resina. Abeni los seguía a distancia, escondida entre la maleza. Cuando llegaron al final del sendero, ella se agachó, observándolos desde lejos.

Ambos respiraron profundo y descendieron por una pequeña pendiente cubierta de raíces. Pero Abeni, al intentar seguirlos, tropezó y perdió el rastro. Miró a su alrededor.
El silencio era inquietante.
—¿Marcos? ¿Alawe? —gritó.
No hubo respuesta.
De pronto, algo se movió entre los arbustos. Abeni retrocedió con el corazón latiéndole fuerte.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz temblorosa.
Una mano se posó sobre su hombro. Gritó tan fuerte que los pájaros huyeron del árbol más cercano.

Cuando se giró, vio a Marcos y a Alawe riéndose a carcajadas.
—¡Debiste ver tu cara! —dijo Marcos entre risas.
—¡Idiotas! —exclamó Abeni dándoles un golpe en el brazo a cada uno.
Alawe aún sonreía.
—¿Nos estabas siguiendo?
—Los escuché hablar —respondió ella, cruzándose de brazos—. Pensé que no me dejarían ir.
Marcos le guiñó un ojo.
—Eres parte de esto, Abeni. Siempre lo serás.

El sol ya se alzaba cuando reanudaron el camino. Tras horas de marcha, Abeni se detuvo en seco.
—¿Escuchan eso? —preguntó.
Se quedaron en silencio. Un rumor grave, constante, retumbaba bajo sus pies.
—Parece… agua —dijo Alawe.

Aceleraron el paso, siguiendo el sonido. Descendieron por una colina cubierta de helechos, y al otro lado los esperaba un espectáculo majestuoso: un río ancho, de corriente poderosa, serpenteando entre la selva como una cinta de plata viva. El aire era húmedo, cálido, diferente al frío de las alturas.

—Aquí… —susurró Marcos—. Aquí podríamos vivir.
El agua reflejaba el cielo anaranjado del atardecer. Todos se quedaron mirando, hipnotizados.

Esa noche levantaron un pequeño campamento junto a la orilla. Marcos y Alawe construyeron una choza provisional con ramas y bambú, mientras Abeni encendía la fogata. Las llamas danzaban y el sonido del río parecía acompañarlas.

—Si no fuera por ustedes, yo ya estaría muerto —confesó Marcos mientras miraba el fuego—. Los míos… no sabían perdonar. Y ustedes me dieron una segunda vida.
Alawe le puso una mano en el hombro.
—Aquí todos hemos perdido algo. Pero juntos… hemos ganado esperanza.

Comieron en silencio y se recostaron mirando el cielo abierto. Desde el otro lado del río, una diminuta luz parpadeó entre los árboles.
—¿Vieron eso? —preguntó Marcos, incorporándose.
—Habrá sido un reflejo —dijo Abeni, sin preocuparse.
Pero Alawe también lo había visto. Un punto brillante, como un fuego lejano.
—Tal vez solo el río jugando con la luna —dijo al final, intentando convencerse.

Al amanecer regresaron marcando los árboles con cortes de machete para no perder el camino. Subieron la montaña durante todo el día y llegaron al campamento cuando el sol ya caía. Apenas aparecieron, el alboroto fue general. Isabela y Angélica corrieron hacia Abeni, abrazándola entre lágrimas.
—¡Pensamos que te había pasado algo! —gritó Angélica dándole un golpe en el brazo.
—Estoy bien —rió Abeni—. Tenían que ver lo que encontramos.

Esa misma noche, el concejo se reunió. Kunto, Zambo, Mama Ndeka y los demás escucharon atentos el relato. Al oír la palabra “río”, todos se miraron con esperanza.
El agua significaba vida. Significaba salida.

Durante los siguientes meses, los grupos de exploración bajaron en distintas direcciones, estudiando las orillas del río y escondiendo su presencia con ramas y trampas naturales. Zambo encabezó a los carpinteros que comenzaron a construir chozas de bambú cerca del cauce, mientras Tulah organizaba la bajada de animales y provisiones. Las canoas se deslizaron por primera vez en aquellas aguas, reflejando el amanecer.

Finalmente, llegó el día del traslado. Las carretas fueron destruidas para no dejar rastro, y se trazó un corredor vigilado noche y día hasta la ribera. El movimiento duró dos semanas. Cuando todos estuvieron instalados, la selva entera parecía envolverse en un silencio reverente: un nuevo pueblo había nacido.

El concejo se reunió de nuevo para decidir el nombre del asentamiento. Cada propuesta fue colocada en una cesta y cada poblador arrojó una piedra en la que deseaba. Al final, Zambo levantó la cesta ganadora.
—Elikya —anunció—. En lengua antigua… significa esperanza.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.