El fuego danzaba en el centro del salón del consejo, proyectando sombras que parecían espíritus antiguos. Afuera, el sonido del río se mezclaba con el murmullo de los guerreros Pacha que esperaban la decisión de su Reina.
Durante horas, Mama Ndeka y Amari, Reina de los Pacha, hablaron. Sus voces iban del susurro al trueno, como si la selva misma escuchara.
Finalmente, Amari se puso de pie. Su silueta, bañada por la luz del fuego, tenía algo de felino y de sagrado.
—Bien —dijo con solemnidad—. Pueden quedarse. El río los acepta… por ahora. Pero recuerden esto, hija del Congo: la selva observa con cuidado.
Mama Ndeka inclinó la cabeza.
—Y nosotros la escucharemos con respeto.
Amari sonrió, breve y fría. Luego salió del salón acompañada por Ndeka. Afuera, los guerreros aguardaban tensos.
—Esta noche no habrá sangre —anunció la Reina con voz firme—. Desde este instante, protegerán los alrededores del asentamiento.
Con un chasquido de sus dedos, las lanzas se alzaron y los Pacha se dispersaron hacia el perímetro del río.
La Reina se paseó lentamente por Elikya, observando cada choza, cada fogata, cada rostro. No vio armas, solo miradas, cansancio… y unión.
Mama Ndeka ordenó entonces:
—Zalia, acompaña a la Reina y muéstrale nuestro hogar.
Zalia, su fiel aprendíz, asintió y caminó junto a Amari por los senderos de tierra. La Reina inspeccionaba en silencio: los niños jugando con caracoles, las mujeres moliendo maíz, los hombres reparando canoas.
Al cabo de un rato, llegaron al centro de la plaza. Allí, sentadas en dos sillas de madera, estaban Abeni e Isabella, tomadas de las manos. Sus vientres redondos los delataban.
Amari se detuvo frente a ellas.
—¿Quiénes son estas mujeres? —preguntó con voz baja, casi un rugido contenido.
Zalia respondió con respeto:
—Son las primeras madres de Elikya, mi Reina. Llevan en su vientre a los primeros hijos nacidos en libertad.
Amari se acercó, y con una delicadeza inquietante tomó a ambas del rostro, sosteniéndolas por la mandíbula. Las observó detenidamente, primero a una, luego a la otra.
Entonces, sin soltarlas, giró la mirada hacia Mama Ndeka, que observaba desde lejos.
—Una esclava y una esclavista. Qué curiosa combinación.
Zalia apretó los labios, pero respondió con firmeza:
—Aquí todos somos iguales.
La Reina soltó una pequeña risa, apenas un soplo cargado de sarcasmo y desconfianza.
—Sí… claro. —Dejó escapar las palabras con una sonrisa casi imperceptible—. Eso está por verse.
Mientras tanto, Gaspar y Kunto regresaban al asentamiento tras una jornada de caza. Al ver el lugar rodeado por guerreros Pacha, se detuvieron alarmados.
—¿Qué es esto? —murmuró Gaspar.
—No lo sé… pero parece una emboscada —respondió Kunto.
Sin pensarlo mucho, se escabulleron entre las chozas, tomaron por sorpresa a dos nativos y se deslizaron hacia la plaza. Y allí, al ver a aquella mujer cubierta de oro y coronada con plumas tomando de la mandíbula a Abeni e Isabella, Gaspar no lo pensó dos veces.
—¡Suéltalas! —gritó, lanzándose con el machete en alto.
Kunto lo siguió. Pero antes de que pudieran dar un paso más, dos flechas se clavaron frente a sus pies, vibrando en el suelo.
Los guardias Pacha emergieron de las sombras y los sometieron en segundos. La Reina giró, furiosa, mirando a Ndeka.
—¡¿Así pagas mi confianza, mujer del Congo?!
Mama Ndeka alzó ambas manos.
—¡Espera, Reina Amari! No es lo que crees. Ellos no estaban aquí cuando llegaste. Vieron el asentamiento rodeado y pensaron que estábamos siendo atacados. ¡El hombre que has detenido es el padre de los bebés!
Amari los observó en el suelo, jadeantes, y luego volvió su mirada a las mujeres embarazadas.
—Ah… ¿solo era eso? Eso fue muy estupido —dijo con ironía. Luego suspiró y bajó la mano—. Guardias, retiren las armas. Nadie más morirá hoy.
Los arqueros obedecieron.
Mama Ndeka se acercó y posó una mano en el hombro de la Reina.
—Te invito a quedarte esta noche. Que tus guerreros descansen y los nuestros compartan el fuego.
Amari asintió, apenas.
—Haré que roten las guardias. Todos deben disfrutar del nacimiento de este asentamiento.
Zambo, viendo la paz restablecida, ordenó traer dos sillas frente a la fogata principal. Ndeka y Amari se sentaron lado a lado, en medio del murmullo de los suyos.
Los tambores sonaron. Las risas comenzaron a llenar el aire. Los Erikyanos y los Pacha compartieron bebida, historias y canciones.
Ya entrada la noche, Amari habló en voz baja, sin mirar a Ndeka:
—El bosque observa, anciana. Hasta que no me demuestres que los tuyos pueden vivir en armonía, no habrá alianza. Pero mis guerreros tienen prohibido tocar a los tuyos… espero lo mismo de tu pueblo.
—Así será —respondió Ndeka—. En Elikya, la paz es ley.
Amari asintió.
—Sabes… Pacha los observaba desde antes de llegar aquí. Los vimos subir por los caminos de la montaña. Pensé que el viento los traería y que el río los rechazaría. Pero el río no miente. Si los dejó quedarse, será por algo.
Ndeka sonrió, mirando las estrellas.
—O tal vez porque el río también está cansado de ver morir a los suyos.
La Reina no respondió. Solo miró el fuego, pensativa.
Cuando llegó la mañana, los tambores despertaron a los que aún dormían. Se preparó un banquete para despedir a la Reina y a los suyos: frutas, maíz, pescado asado y agua de caña.
Antes de partir, Amari se acercó a Mama Ndeka.
—Recuerda, mujer del Congo: la selva observa… y los dioses también.
Ndeka le estrechó la mano con fuerza.
—A todos, Reina de los Pacha. Que el viento lleve buenas noticias de tu regreso.
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Editado: 14.10.2025