La luna reposaba partida sobre el río como un espejo roto. El aire olía a tierra nueva, a savia y fuego, a promesa. Aquella noche, Erikya entera parecía contener la respiración. Desde la choza grande al borde del claro, los gritos de parto se entrelazaban con los cánticos de las mujeres. Abeni y Isabella, tomadas de la mano, respiraban al ritmo que Obba marcaba con su tambor medicinal.
—Respira profundo, Abeni… deja que la vida cruce el río —susurró Obba, con la voz cansada pero firme.
—¡Ya viene! —gritó Naya, limpiando el sudor del rostro de Isabella—. ¡Ya se asoma la cabeza!
Abeni apretó con fuerza la mano de Isabella. Gaspar, de rodillas fuera de la choza, rezaba palabras sin nombre. Kunto y Zambo lo acompañaban, cada uno sosteniendo una antorcha que ardía como su esperanza.
—No es solo un parto —murmuró Zambo—. Es el inicio de algo que no entendemos todavía.
—Lo sé —respondió Kunto con el ceño fruncido—. Pero siento que la selva observa… y no solo con ojos de animales.
Desde las sombras, Ndeka observaba en silencio. La Reina Amari había regresado días atrás al reino de Pacha, pero sus palabras aún flotaban como un eco: “La selva observa”.
Dentro de la choza, el aire se volvió denso, casi sagrado. Obba levantó los brazos, entonando un canto ancestral. Un relámpago cruzó el cielo.
Y entonces se escuchó el primer llanto.
Zuri, hija de Abeni, nació envuelta en un hilo dorado de luna. Pocos minutos después, Amara, hija de Isabella, abrió los ojos con un brillo de un azul imposible.
Las mujeres gritaron, lloraron, rieron.
Abeni, agotada, miró a Isabella y ambas rompieron a reír con lágrimas.
—Dos lunas… —dijo Abeni, acariciando la mejilla de su hija.
—Dos caminos, un mismo destino —respondió Isabella, sosteniendo la suya.
Gaspar entró temblando, sus ojos se inundaron al verlas. Besó a ambas madres, luego a las niñas.
—Que los dioses sean testigos… que en esta tierra, la vida renace libre —dijo con la voz quebrada.
Esa noche, Erikya no durmió. Hubo fuego, danza, tambores. Kofi ofreció miel, Zola escribió los nombres en los registros de madera. Zambo, sin embargo, se apartó del festejo. Estaba inquieto.
—¿Qué ocurre, hermano? —preguntó Kunto, acercándose.
—Vi algo mientras nacían las niñas —respondió Zambo, mirando hacia el bosque oscuro—. Vi el río moverse contra la corriente… y sombras cruzar bajo el agua.
—Yo también soñé algo —dijo Kunto, con la voz baja—. Dos lunas cayendo sobre el agua… y el bosque ardiendo sin fuego.
Ambos se miraron, sabiendo que no era simple coincidencia.
Al amanecer, Alawe preparó su canoa. A su lado estaban Marcos y dos jóvenes exploradores, cada uno con lanzas y provisiones.
—Vamos hacia el otro lado —dijo Alawe ante el consejo—. El río no debe ser frontera, sino puente.
Ndeka asintió.
—Pero recuerda —le advirtió—, no todo lo que respira en la selva quiere ser hallado.
La corriente los llevó lentamente. El agua tenía un color distinto, casi cobrizo. Al llegar a la otra orilla, el silencio era tan profundo que hasta el aire parecía escuchar. La vegetación era más densa, los árboles más altos, y las raíces formaban figuras humanas.
—Este lugar… —susurró Marcos— parece vivo.
—Tal vez lo está —respondió Alawe, bajando de la canoa.
Avanzaron cerca de dos kilometros hasta toparse con una montaña, marcando el camino con cuerdas y ramas. De pronto, escucharon un sonido: un tambor lejano, de ritmo irregular. Los hombres se detuvieron.
—¿Oyes eso? —preguntó uno.
—Sí —dijo Alawe, mirando al horizonte—. No estamos solos.
En ese instante, algo brilló entre los árboles: una máscara tallada en piedra, semienterrada, con ojos de obsidiana. Al tocarla, el aire se tornó frío.
—Regresamos al caer el sol —ordenó Alawe—. Este lugar no debe despertarse todavía.
Esa tarde, mientras el sol caía sobre Erikya, Abeni e Isabella mecieron a sus hijas en una manta trenzada. Ndeka las observó y sonrió.
—El futuro nos mira desde sus ojos —dijo suavemente.
Pero Zambo, a su lado, murmuró casi sin voz:
—Ojalá el futuro no traiga la sombra que vi moverse bajo el río.
Y entonces, desde el bosque, un canto desconocido se escuchó entre los árboles. Nadie supo si era un aviso o una bienvenida.
Solo la selva, como siempre, guardó silencio.
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Editado: 14.10.2025