El verano en Cádiz era tibio y húmedo. Las olas golpeaban las murallas del puerto con una monotonía que hacía parecer que el tiempo mismo se había detenido.
En la casa de los Mendoza reinaba un silencio espeso. Desde el día en que llegó la carta desde Caracas —aquella donde se confirmaba la desaparición de la finca Villa López y la muerte de Gaspar—, la vida se había vuelto una espera sin sentido.
Doña Ernestina, con los ojos vacíos, repetía oraciones que parecían no llegar a ningún cielo. Don Ramiro, su esposo, había dejado de hablarle a los criados y pasaba los días encerrado en su despacho.
Solo Gabriela, la menor, aún creía.
Cada noche se encerraba en su habitación y sacaba de su pecho la cadena con la piedra azulada que su hermano le había regalado antes de partir.
“Si un día muero, la piedra se partirá”, le había dicho Gaspar aquella tarde en los jardines, bajo un limonero florecido.
Pero la piedra seguía intacta.
Y eso, para ella, bastaba.
—No está muerto —susurró Gabriela una noche, mirando el reflejo de la piedra bajo la luna—. Yo lo sé.
Esa certeza la consumía. Durante semanas escuchó rumores, preguntó a comerciantes, interceptó cartas, hasta que una noche, en una taberna del puerto, oyó a unos soldados ebrios hablar de un barco de la corona.
—Zarpa al amanecer —decía uno—. Va a reforzar las tropas en Caracas. El rey no permitirá que la rebelión siga extendiéndose.
Gabriela se quedó inmóvil. Aquella era su oportunidad.
Esa misma noche buscó a Rodrigo, su enamorado, un joven cadete del ejército real, y le contó el plan.
—Estás loca, Gabi —susurró él, nervioso—. Si te descubren, te azotarán o te arrojarán al mar.
—Prefiero morir en el mar buscando a mi hermano, que seguir respirando aquí sabiendo que tal vez me espera allá.
Rodrigo la miró con una mezcla de miedo y admiración. Finalmente asintió.
—Te ayudaré. Mañana al amanecer, entra al puerto por la parte norte, junto a las cocinas del buque. Allí hay sirvientas que embarcan con las provisiones. Disfrázate de una de ellas.
Esa madrugada, Gabriela se cortó el cabello, cubrió su rostro con hollín y se envolvió en una capa vieja. Nadie en la casa la vio partir.
Cuando el barco zarpó, el viento del Atlántico lamió las velas, y Gabriela —escondida entre los barriles de víveres— sintió que el mundo se abría ante ella.
En Cádiz, horas después, la servidumbre descubrió su ausencia. Doña Ernestina cayó desmayada al enterarse. Don Ramiro gritó con furia, creyendo que alguien la había raptado.
Pero los días pasaron y ninguna carta llegó.
Y entonces llegó la peor noticia.
Una misiva sellada con el escudo real fue entregada por un mensajero. El sobre llevaba el sello de la Real Hacienda.
El rey exigía la comparecencia de los Mendoza en Madrid.
El documento acusaba a la familia de ocultar riquezas coloniales y evadir tributos.
Las manos de Don Ramiro temblaban. Habían sido descubiertos.
El oro que Gaspar enviaba en secreto —para sostener la finca, para pagar la libertad de Abeni y otros esclavos— había sido rastreado y considerado robo a la Corona.
—Nos enjuiciarán —dijo Ernestina con la voz rota—.
—Entonces moriremos con honor —respondió Ramiro, respirando con dificultad—. Pero nuestros hijos... que no carguen con nuestra culpa.
Esa noche redactaron una carta final al Consejo Real, pidiendo que Gaspar y Gabriela Mendoza fueran exonerados de todo vínculo con los actos de sus padres.
Nadie volvió a saber de ellos. La familia Mendoza desapareció de los registros pocas semanas después.
Al otro lado del mundo, el océano rugía como una bestia viva.
El barco de Gabriela avanzaba hacia las Antillas bajo el mando del capitán Domínguez. Entre la tripulación, nadie sospechaba que aquella joven sirvienta de voz suave y mirada firme era en realidad una noble.
Durante las noches, Gabriela subía al castillo de proa y hablaba con el mar.
—Llévame con él… —murmuraba, apretando la piedra de su collar.
El mar no respondía, pero el viento sí.
Y fue en una de esas noches cuando otro barco, mucho más grande, se cruzó en el horizonte. Era negro, veloz y llevaba una bandera roja sin insignias.
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A miles de millas, en el mar del sur de China, un hombre de piel pálida y ojos duros como acero limpiaba su espada frente a una pirata asiática de mirada impenetrable.
—Tu deuda está pagada, Ángel —dijo ella en un castellano perfecto—. Has servido con lealtad y valor.
El hombre bajó la mirada.
—Solo deseo volver a mi tierra. Buscar a mi hermana.
—Isabella… —dijo la mujer con una sonrisa ligera—. Siempre hablabas de ella mientras dormías entre tormentas.
Ella se levantó del trono de bambú, vestida de seda roja, y le tendió un pergamino con un sello de jade.
—Te libero de deuda. Y más aún: te entrego un barco y una tripulación. Pero recuerda mi palabra: cuando necesite de ti, acudirás sin demora.
—Lo juro —respondió Ángel.
Esa misma noche, el barco “El Fénix del Mar” partió del puerto de Cantón. Su proa cortaba las aguas como un cuchillo de obsidiana.
Durante semanas, Ángel navegó hacia el oeste, siguiendo las estrellas y los recuerdos.
Pero al llegar al Atlántico, el destino lo puso a prueba.
Dos barcos británicos lo interceptaron cerca de Cabo Verde.
—¡Fuego! —gritó el contramaestre.
Las balas de cañón cruzaron el cielo como cometas negros.
El mar se encendió de fuego y madera astillada.
Ángel ordenó una maniobra imposible: arremeter de frente.
—¡A las velas! ¡Suban las anclas! ¡Corten el viento en dos!
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Editado: 14.10.2025