Ecos de la Selva

Los ecos de la ruina

El mar había callado.
Durante un mes entero, las olas acompañaron el lento avance del barco que traía a Gabriela y a su prometido, Rodrigo, desde Lisboa hasta las costas del Caribe. Al amanecer, cuando el vigía gritó “¡Caracas a la vista!”, el corazón de Gabriela latió con fuerza… pero no de alegría. Frente a ellos, la ciudad colonial se levantaba entre un humo gris y un silencio roto por los graznidos de los buitres.

Nada era como lo había descrito la Corona.
Las casas estaban derrumbadas, los mercados vacíos, y un hedor insoportable se mezclaba con el aire salado del puerto. Los cuerpos, cubiertos con mantas improvisadas, yacían en las aceras; perros flacos merodeaban entre ellos buscando carne. El estandarte real ondeaba sobre un cuartel semiderruido, custodiado por soldados enfermos. La peste había devorado la ciudad.

Gabriela apretó el brazo de Rodrigo.
—¿Esto… es Caracas?
—Lo que queda de ella —respondió él, con la voz grave—. No te separes de mí.

Descendieron con el pelotón que los escoltaba, pero en medio del caos decidieron separarse discretamente. Rodrigo sabía que, si se mantenían junto al ejército, serían enviados a reforzar las zonas infectadas. Había un objetivo más urgente: descubrir qué había pasado con el el hermano de Gabriela y con las propiedades familiares.

Fueron primero al Correo Real, una casona ennegrecida por el humo. En el interior, montones de cartas sin entregar cubrían el suelo, y un anciano con la mirada vacía los atendió con un gesto cansado. Rodrigo, ingenioso, ofreció ayuda con las entregas a cambio de revisar los registros atrasados. El hombre, necesitado y desconfiado, aceptó.

Entre los papeles polvorientos, Gabriela encontró la verdad que la Corona había querido ocultar.
Su tío había sido ejecutado en Lisboa por traición y malversación, acusado de comerciar con los portugueses en secreto. Peor aún: las minas que financiaban a la familia habían sido agotadas y confiscadas, y de las fincas solo quedaba en pie la de Caracas, en ruinas.

Los avisos también hablaban de un matrimonio concertado: su hermano Gaspar e Isabela, una noble de Nueva Granada, cuya familia había desaparecido durante las revueltas. “El tío de Isabela fue visto huyendo hacia el sur”, decían los periódicos. Gabriela leyó la línea una y otra vez, como si con eso pudiera devolverle sentido a las palabras.
—Entonces… ¿mi hermano estaba vivo hasta ese momento? —preguntó.
Rodrigo asintió, con el ceño fruncido.
—Hasta el estallido. Si alguien pudo escapar… fue él.

Esa noche se refugiaron en un cuartel abandonado. Los soldados dormían sobre paja húmeda, la peste rondaba, y las ratas cruzaban las paredes como sombras. Al amanecer, Rodrigo se levantó antes del toque de corneta, la buscó entre las sirvientas y le entregó un papel doblado.
—Dentro de dos semanas partiremos hacia las afueras —dijo con voz firme—. Hay rumores de que aún quedan predios en pie. Vigilaré la zona con el batallón… Tú busca información mientras. No confíes en nadie.
Le acarició el rostro, y ella asintió con lágrimas contenidas.

Durante los días siguientes, Gabriela recorrió la ciudad como una sombra. Trabajó ocasionalmente ayudando al anciano del correo, se alojó en un hostal pagado por Rodrigo y escuchó las historias de los sobrevivientes: los esclavos habían huido a las montañas, las familias nobles se habían extinguido o escondido, y el aire estaba cargado de un mal que no era solo la peste. Algo más oscuro se respiraba entre los templos y los callejones.

Mientras tanto, a miles de millas…

En un puerto africano bañado por el fuego del atardecer, Ángel bebía su tercera jarra de ron. Su barco, “El Espectro”, estaba casi listo para zarpar, con un nuevo casco de madera nórdica y un botín que bastaba para pagar el trabajo. Había capturado un navío británico semanas atrás; su tripulación había muerto, pero el oro sobrevivió.

—Dos días más y volveremos al infierno —dijo su primer oficial, un mulato corpulento llamado Obako.
Ángel sonrió, mirando el horizonte.
—El infierno ya nos espera. Cartagena será nuestra redención.

Esa noche, en la taberna, un viajero entró tambaleante. Su voz se alzó sobre la música.
—¡Caracas ha caído! —gritó—. ¡Los muertos caminan por las calles, los esclavos dominan las costas de las colonias españolas!
El silencio se extendió por la sala. Ángel, desde el fondo, dejó caer su copa.
Lo mandó traer ante él. El viajero, tembloroso, relató que había huido de las Indias tras presenciar la ruina de la ciudad, dijo. “Pero la rebelión los devoró a todos. Ni el hombre más rico, mi su sobrina y el prometido de esta sobrevivieron.”

Ángel sintió un puñal helado en el pecho.
—¿Cómo se llamaban? —preguntó.
—Gaspar e Isabela —murmuró el viajero.
El capitán se levantó, su sombra cubrió al hombre.
—Te unirás a mi tripulación —dijo en voz baja—.
—No, señor… yo… —
—O te colgaré del mástil para que el sol te seque los ojos.

El viajero aceptó. Pero no era el único nuevo tripulante. Esa misma noche, Ángel conoció a Freyja, una mujer de cabellos dorados y mirada fría. La encontró en la taberna, rodeada de cadáveres: dos piratas que habían intentado violarla yacían con el cuello roto y los cuchillos hundidos en el pecho.
—Eres fuego —le dijo él.
—Y tú un hombre que juega con el mar —respondió ella, limpiando la sangre con la manga.
—Necesito a ambos —sonrió Ángel—. El fuego y el mar.

Al amanecer, los dos barcos zarpaban con bandera negra, bajo el nombre de Madame Yue, una figura que solo los piratas más temidos invocaban. Rumbo: Cartagena de Indias. Rumbo a la venganza.




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