Ecos de la Selva

El susurro bajo la corteza

El amanecer llegó silencioso a Erikya. No había viento, las aves cantaban bajo, como si la selva escuchara algo profundo… o advirtiera algo que nadie más podía oír.

Esa mañana, la Reyna Pacha regresó.

Desde la distancia, su comitiva avanzaba como una serpiente dorada entre la neblina. Caravanas de tejidos brillantes, guerreros con lanzas adornadas en hueso pulido, y su estandarte: el sol, la luna y la ceiba eterna.

Las mujeres de Erikya cantaban mientras preparaban flores, frutas y pieles frescas. Un banquete digno de dioses. Mama Ndeka caminaba solemne al lado de Gaspar —ya erguido, aunque aún cansado— y de los líderes del poblado.

Abeni e Isabela, nerviosas, vestían a sus hijas. Zuri rió, mordiendo los dedos de su madre; Amara miraba curiosa todo lo que brillaba.

—Ellas sentirán lo que tú sientes —murmuró Isa, ajustando la manta de Amara.
—Entonces sentirán amor y miedo —respondió Abeni, sin poder disimular su voz temblorosa.

Las puertas de madera se abrieron. La Reina entró.

Vestía túnica blanca tejida con hilos de plata, y en su frente reposaba un aro de piedra volcánica. Su mirada no era humana del todo: era antigua, como la palabra que precede a todos los nombres.

Cuando las vio, sonrió… y tocó a las niñas.

Y entonces el mundo se quebró un instante.

Los ojos de la Reina se pusieron blancos.
Su cuerpo se tensó.
Las hojas temblaron como si un huracán silencioso pasara.
Abeni gritó, Isa quiso correr.
Un frío recorrió Erikya.

La Reina respiró hondo y volvió en sí. Pero su rostro… ya no era el mismo. Había fuego y miedo en él.

—Majestad, ¿qué ha visto? —susurró Ndeka.

La reina murmuró solo para ella:

“Dos guardianes… dos sombras… el final… y la sangre de un dios.”

Pero a todos, sonrió.

—Son benditas —mintió.

Se retiró a sus aposentos, la espalda rígida, las manos temblando apenas. Ndeka, que lo había visto todo, ordenó:

—Nadie la moleste. Ni siquiera yo.

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El eco en la noche

Cuando el sol cayó, Alawe y Marcos regresaron de explorar río abajo, cubiertos de barro y sudor.

—¡Ndeka! —llamó Alawe—. Hemos visto algo.

Se reunieron en una choza. Sus voces bajas, como ladrones de secretos.

—Tres columnas de madera —dijo Marcos—. Muy viejas.
—Un muelle —agregó Alawe—. Y restos de chozas enterradas. Una tribu antigua vivió allí. O desapareció allí.

Pero no estaban solos.

Entre las sombras, escuchando y respirando como serpiente paciente, se hallaba At’ko, el consejero real. Delgado, ojos como pozos, piel marcada por pintura oscura. El segundo en mando de la Reina. Y secreto devoto de fuerzas que ni los Pacha nombraban.

Él sonrió sin ser visto.
Una sonrisa que prometía ruina.

Sombras en las montañas

Kunto llegó agotado, cubierto de hojas y polvo.

—Hay noticias —dijo, interrumpiendo la tranquilidad de la aldea—. Los españoles… han vuelto a tomar Caracas.

Un silencio mortal.
Gaspar dejó caer el tazón que llevaba.

—¿Y los que escaparon? —preguntó.

—Huidos. Escondidos. Algunos muertos. La corona no ha ordenado entrar a la selva… todavía. Pero patrullan cerca de las cordilleras.

Ndeka tomó aire.

—Convóquennos. Consejo ahora.

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La reunión bajo el águila

La casa comunal ardía con antorchas.
Afuera, los niños dormían. Adentro, el destino se discutía.

Planearon patrullas. Sendas secretas. Alianzas con tribus cercanas.

Y en medio de la reunión, una sombra cruzó el techo.

Un sonido. Un batir de alas.
Un águila arpía entró por la ventana y se posó detrás del trono.

Majestuosa. Gigante. Ojos como lunas antiguas.

Gaspar retrocedió. Algunos guerreros tensaron lanzas.

—Trae la paz —dijo la Reina, sin moverse—. Es un regalo de la diosa del Aire.

El ave los observó a todos. Uno por uno.
Cuando miró a At’ko, este bajó la cabeza… los labios apretados en odio.

Horas pasaron. Decisiones, mapas, juramentos.

Pero Kunto, cansado, observaba al consejero. Algo oscuro se movía en él. Y tomó una decisión:

Seguiría sus pasos. De cerca.

Al amanecer, cuando los primeros pájaros cantaron, la Reina levantó la mano.

—Vuela —ordenó al águila—. Vigila la montaña. Y vigila… a las dos hijas del río.

El ave partió.

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Las hijas del agua y la raíz

Ya afuera, exhaustos pero aliviados, todos se dispersaron.

—Llévenme donde están las niñas —pidió la Reina.

Abeni y Isa estaban junto al río, bañándolas en una tina de madera. El agua temblaba leve. Las hojas parecían acercarse.

La Reina se acercó, sacó dos pequeños collares:
Uno verde —para Zuri.
Uno azul —para Amara.

Apenas los collares tocaron sus cuellos, el mundo cambió.

Una raíz emergió de la tierra y acarició la mejilla de Zuri.
El agua del río se elevó como un hilo vivo y jugó con Amara.

Las niñas rieron, bañadas en magia antigua.

Abeni se cubrió la boca. Isa empezó a llorar sin saber por qué.

La Reina tocó un árbol cercano.

—Madre… ¿acaso…? —susurró.

El tronco crujió.
Como respuesta.
Como bendición.
O advertencia.

Besó la frente de las niñas.
Ambas tocaron su mejilla en respuesta: raíz y agua.

Y por un instante, la Reina pareció una madre temerosa, no un dios entre hombres.




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