La mañana en Erikya siempre despertaba con murmullos de hojas y cantos que parecían secretos compartidos entre los árboles. Sin embargo, aquella jornada tenía un tono distinto. No había visita real, ni preparativos de celebración. Solo un aire pesado, un presentimiento denso que parecía flotar como bruma baja entre los bohíos.
Abeni abrió los ojos lentamente, sintiendo aún el calor de Zuri contra su pecho. Afuera, la selva vibraba de vida, pero en su garganta vivía un nudo de inquietud. Isabella, en el otro lado del petate, acunaba a Amara mientras Gaspar, aún somnoliento, preparaba fuego para el agua.
—La noche fue larga —murmuró Gaspar sin voltear, aunque su voz llevaba algo que iba más allá del cansancio.
—Hubo sueños —susurró Isabella, bajando la mirada hasta Amara—. Luz… y sombras.
Abeni no dijo nada. No podía. Sus sueños también habían sido extraños: raíces enormes moviéndose bajo tierra, respirando, protegiendo, cerrándose como puños cuando una sombra alada intentaba abrirlas.
Al fondo, un tambor sonó tres veces.
Lento. Grave. Advertencia.
Gaspar giró.
—Eso no es rutina.
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Kunto avanzaba ya hacia la plaza central cuando los primeros guerreros Pacha aparecieron entre los árboles, armados y tensos. Alawe y Marcos estaban con él, ambos aún con barro de la exploración anterior trazado como cicatrices secas en su piel.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gaspar al llegar, dejando atrás la vivienda.
Kunto no sonreía. Casi nunca lo hacía, pero hoy había un filo diferente en su mirada.
—Noticias desde el norte —respondió, mirando hacia el cielo, como si buscara respuestas entre las ramas—. Los españoles no atacan aún… pero se mueven. Buscan. Huelen el miedo que dejaron atrás.
Marcos apretó sus manos.
—Estaban más cerca de lo que pensábamos. Demasiado cerca.
Alawe añadió, con la voz baja:
—Y lo que vimos río abajo… no era solo un muelle viejo. Hay señales. Tallados casi borrados. Un lugar olvidado… o escondido.
Una corriente fría pareció recorrer la plaza.
Mama Ndeka llegó en ese instante. Se movía despacio, como quien escucha voces más allá del mundo visible.
—Hoy no se habla de guerra sin hablar primero de espíritu —decretó—. Pero sí, debemos prepararnos.
Los ojos de Kunto brillaron apenas. Era lo que esperaba oír.
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Mientras tanto, en el bohío, Abeni e Isabella vestían a las niñas. Ambas estaban tranquilas, pero había algo nuevo en sus miradas infantiles. Un brillo. Una inteligencia que asomaba como amanecer.
—Zuri ha estado mirando los árboles… como si los entendiera —dijo Abeni, acariciando su pequeña frente.
—Y Amara… —Isabella tragó saliva—. El agua se movió sola esta mañana. No fue viento. No fue corriente.
Se quedaron en silencio. Luego Abeni susurró:
—La reina vio algo. Y no fue alegría lo que sintió.
Isabella sostuvo la mano de su compañera.
—No estamos solas.
Abeni miró a Zuri y sonrió con fuerza, aun con el miedo latiendo en la boca del estómago.
—Nunca lo estaremos.
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En el centro del poblado, Ndeka colocó semillas rojas sobre hojas de bijao. Guerreros, sabios y familias se sentaron alrededor. No era ceremonia de celebración. Era consulta ancestral.
—Los caminos se cruzan —comenzó Mama Ndeka—. Y cuando eso ocurre, los espíritus hablan.
Un viento leve agitó las hojas. Un escalofrío recorrió a todos los presentes. Abeni e Isabella llegaron con las niñas, Gaspar detrás, atento, alerta.
Kunto y los exploradores se acercaron también.
Ndeka alzó la voz:
—Se acercan hombres. Y no vienen solos. Los acompaña la ambición.
Los murmullos llenaron el aire. Gaspar sintió un temblor en la mandíbula.
—No volverán a enterrarnos —dijo con firmeza—. No permitiré—
Ndeka levantó una mano y él calló.
—Pero no solo hay enemigos afuera —continuó la anciana—. El peligro también viene desde donde menos se espera.
Silencio.
Incluso los pájaros callaron.
Abeni miró a Zuri. Isabella abrazó a Amara más fuerte.
—¿Traición? —susurró Marcos.
Ndeka no respondió. Sus ojos se perdieron en un punto invisible. La tensión era espesa, casi respirable.
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Muy lejos de allí, en la capital Pacha…
El consejero real —Xamuru— inclinaba la cabeza mientras se reunía con figuras envueltas en sombras. Su voz era serpentina, suave y venenosa.
—Erikya guarda algo —dijo—. Algo que podría cambiar el equilibrio. Si la reina duda, yo actuaré.
Una figura respondió desde la oscuridad:
—¿Y los dioses?
Xamuru sonrió con los dientes.
—Incluso los dioses pueden ser desafiados cuando el corazón del reino late en otra parte.
Un fraile español encadenado temblaba en una esquina. El consejero lo observó como quien contempla un insecto útil.
—Ustedes invaden con hierro —susurró—. Pero yo invadiré con fe.
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De vuelta en Erikya…
La reunión terminó al mediodía. El sol parecía más cercano de lo normal, pesado sobre la piel. La selva, sin embargo, estaba inquieta… como si se negara a descansar.
Gaspar se adelantó hacia Kunto.
—Si vienen, pelearemos.
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Editado: 01.11.2025