El faro estaba completamente a oscuras cuando Sara llegó. La estructura parecía más alta y ominosa que nunca, como si las sombras lo hubieran transformado en una especie de monstruo inmóvil, observando su llegada. Sujetando el medallón de Lena entre sus dedos, Sara subió la empinada colina hasta la puerta de hierro oxidado, que esta vez parecía haberse abierto por sí sola.
Al cruzar el umbral, el viento gélido la rodeó, y la luz de su linterna apenas iluminaba el espacio a su alrededor. A pesar del miedo, Sara avanzó, cada paso resonando en la soledad del faro. Sabía que iba a enfrentarse a algo mucho más oscuro que la vez anterior.
Cuando llegó a la base de la escalera, un leve murmullo llenó el aire. Eran voces, lejanas y sollozantes, susurrando palabras ininteligibles. Al poner su mano sobre la barandilla, un frío estremecedor recorrió su cuerpo, como si la propia estructura estuviera llena de lamentos antiguos. Decidió subir, concentrándose en el medallón y en el recuerdo de Lena para no perder el control.
A medida que ascendía, las voces se intensificaron, y Sara comenzó a ver sombras fugaces por el rabillo del ojo, figuras que aparecían y desaparecían en un susurro. Al llegar a la sala de la linterna, el murmullo se convirtió en un grito desgarrador, un sonido que llenaba el espacio, resonando en los muros y en su propia mente.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Sara, tratando de mantener la calma.
Las sombras, que antes solo habían sido figuras sin forma, comenzaron a definir rostros; eran personas de distintas épocas, mujeres, hombres y niños, todos con miradas de profundo sufrimiento. Una de las figuras, un hombre de mirada perdida se acercó a ella.
—Somos los que el faro nunca dejó ir —dijo, en un tono de desconsuelo—. Durante años hemos vagado aquí, atrapados en una tormenta interminable, esperando que alguien nos libere.
Sara sintió el peso de cada palabra, entendiendo la carga que esas almas llevaban consigo. Decidida a ayudarlos, sostuvo el medallón con más fuerza y recordó las palabras de Héctor: debía guiarlos hacia la luz. Respiró hondo y trató de conectar con esa energía que le había permitido liberar a Lena.
—He venido a ayudarlos. Si me siguen, les prometo que encontrarán la paz —dijo, intentando proyectar calma en su voz.
Las sombras observaron el medallón en su mano, y una suave luz comenzó a emanar de él. Los rostros de las almas atrapadas se suavizaron, y poco a poco, una tras otra, comenzaron a acercarse a Sara, atraídas por esa luz. Era como si el propio medallón abriera un portal en el faro, una salida hacia algo que iba más allá de ese lugar de tormento.
Mientras el último de los espíritus desaparecía en la luz, el viento en la sala cesó, y el silencio llenó el espacio. Sara, agotada, se dejó caer al suelo, sintiendo cómo el peso de todo lo vivido comenzaba a desvanecerse. Sabía que había logrado su objetivo, que esas almas finalmente habían encontrado descanso.
Pero en ese instante, una última sombra apareció en la habitación, distinta a las demás. Era la figura oscura y sin rostro que había visto antes, la que había intentado hablar con ella en su primer encuentro en el faro. La figura la miraba, como si estuviera esperando algo más.
—¿Quién eres tú? —preguntó, sintiendo un temor renovado.
La figura no respondió. Pero, en un destello, el rostro de Lena apareció brevemente sobre la sombra, y Sara comprendió que no solo había ayudado a su hermana, sino que también había hecho las paces con el propio faro, liberando algo mucho más antiguo y siniestro que las almas atrapadas. La figura, con una mirada agradecida, se desvaneció finalmente, dejando la sala en completa calma.