Capítulo I – La mujer del reflejo
Dicen que los espejos no solo devuelven imágenes… sino que observan.
Durante siglos, las supersticiones se repiten: cubrir los espejos cuando alguien muere, no mirarse de noche, no pronunciar un nombre frente al reflejo. Pero nadie sabe exactamente qué ocurre cuando se desobedece.
Aquel espejo era antiguo, tan antiguo que la madera que lo enmarcaba parecía absorber la luz. Su dueño —un coleccionista de objetos malditos— lo había conseguido en una subasta de reliquias. Nadie sabía de dónde provenía, solo que en su cristal se habían visto “cosas que no pertenecen a este lado”.
Durante las noches, el reflejo se movía un instante después de la realidad. Si levantabas la mano, el reflejo tardaba en imitarte, como si dudara. Y a veces, en la penumbra, su expresión no coincidía con la tuya.
Una noche, alguien decidió probar la leyenda. Frente al espejo, con una vela encendida, pronunció un nombre prohibido tres veces.
El silencio que siguió fue tan profundo que el aire se volvió sólido.
Y entonces, del otro lado del cristal, algo se movió.
Primero fue un parpadeo. Luego, una sonrisa que no era humana.
La figura del reflejo dio un paso adelante, pero el cuerpo real permaneció inmóvil. La superficie se onduló como agua. Y una mano —blanca, alargada, translúcida— emergió del espejo.
Nadie volvió a ver a esa persona.
Solo quedó la habitación vacía y el espejo ligeramente empañado, como si alguien hubiera respirado desde adentro.
Desde entonces, cuando la casa queda en silencio, a veces el cristal murmura nombres. Y si escuchás con atención, podrías oír el tuyo.
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Capítulo II – El susurro del pozo
En medio de un descampado, se erguía un pozo de piedra cubierto de musgo. Nadie recordaba cuándo se había construido ni quién lo había cavado. Pero las historias corrían entre los viejos:
“El pozo concede deseos… a cambio de algo que nunca sabrás cuándo perderás.”
Una niña fue la primera en probar. Arrojó una moneda y pidió que su madre sanara. Al día siguiente, la mujer despertó sin rastro de enfermedad. Pero esa misma noche, la niña desapareció. En el fondo del pozo, el agua comenzó a reflejar su rostro sonriente, congelado para siempre.
Con el tiempo, más personas fueron tentadas. Algunos pedían amor, otros fortuna, otros venganza. El pozo cumplía, siempre. Pero cada vez que alguien se acercaba, el viento traía susurros, promesas dulces y mentiras antiguas.
Una madrugada, un hombre curioso bajó una cuerda con una linterna para descubrir qué había allí abajo.
Descendió metros interminables.
El aire olía a humedad y a algo más… a respiración.
Cuando la luz alcanzó el agua, vio que no había fondo. Solo rostros. Cientos. Miles. Mirándolo desde la oscuridad líquida, todos sonriendo.
Quiso subir, pero las cuerdas se tensaron. No hacia arriba, sino hacia abajo.
Las manos de los ahogados lo tiraron hasta que la linterna se apagó.
Desde entonces, cada vez que alguien se asoma, el eco devuelve su propia voz susurrando:
“¿Qué vas a ofrecerme?”
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Capítulo III – La procesión de los rostros blancos
Solo aparecen en noches sin luna.
Caminaron por la colina una tras otra, con túnicas blancas que flotaban como neblina. No hablan, no miran. Solo avanzan, una fila interminable, hacia un lugar que nadie conoce.
Quien las ve, no puede apartar la mirada.
Una vez, un viajero las siguió. Dijo que eran decenas, tal vez cientos. No dejaban huellas, no producían ruido. Y aunque caminaban sobre el suelo, parecía que flotaban.
A la medianoche, la procesión se detuvo.
El viajero las observó oculto entre los árboles. Entonces, una de las figuras giró lentamente la cabeza. No tenía rostro. Solo una piel lisa, blanca, donde deberían estar los ojos y la boca.
Una a una, todas hicieron lo mismo, girando hacia él.
No corrió. No gritó.
Solo escuchó una voz que no venía de ninguna boca:
“Ahora sos parte del camino.”
A la mañana siguiente, los aldeanos hallaron sus ropas en el suelo.
Desde esa noche, la procesión tiene un rostro más.
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Capítulo IV – El niño de las sombras
Las sombras de los niños son juguetonas… hasta que dejan de serlo.
Una familia se mudó a una vieja casa donde los relojes no funcionaban. Cada noche, el hijo menor jugaba en su habitación hablando solo.
Cuando la madre le preguntaba con quién, él respondía:
“Con el nene que vive en la pared.”
Pensaron que era un amigo imaginario, hasta que comenzaron los ruidos. Golpes suaves desde el interior del muro, risas apagadas, pasos diminutos.
Una noche, la madre lo vio. A los pies de la cama, una figura pequeña, negra como tinta, los observaba. No tenía rostro, pero sí ojos… dos huecos profundos que brillaban con una luz enferma.
El niño real dormía.
Pero su sombra, reflejada por la luz del pasillo, no coincidía con su cuerpo. Se movía independiente, como si respirara por sí misma.
Con el tiempo, la madre notó que su hijo estaba cada vez más pálido, más delgado. Hasta que una madrugada, entró a su habitación y lo encontró de pie frente a la pared, inmóvil.
Cuando lo giró, no tenía sombra.
Desde entonces, cuando cae la noche, una figura pequeña recorre los pasillos de la casa, buscando a alguien con quien jugar.
Si ves una sombra que se mueve sin dueño… no la sigas. Es el niño que aún espera compañía.
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Capítulo V – El canto de la nada
Nadie sabe de dónde proviene el sonido.
Algunos lo describen como una melodía, otros como un murmullo.
Pero todos coinciden en algo: una vez que lo escuchás, no podés dejar de buscarlo.
Se dice que el canto aparece en lugares donde el silencio es absoluto: desiertos, ruinas, templos olvidados, hospitales vacíos.
Al principio es un hilo de voz, dulce, irresistible. Promete consuelo.
Y quien lo oye siente la necesidad de acercarse, de encontrar su origen.
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Editado: 31.10.2025