Ecos de lo invisible

Sombras de lo invisible (segunda parte)

Sombras de lo Invisible

(Segunda parte de “Ecos de lo Invisible”)
Autor: Indio Morales

Prólogo

Las historias nunca terminan.
Solo cambian de voz.
Dicen que aquellos que leyeron Ecos de lo Invisible comenzaron a escuchar cosas: pasos donde no había nadie, un teléfono que suena en medio de la noche, o el reflejo de alguien que no estaba allí.

Estas son las sombras que quedaron atrás.
Los fragmentos de lo que el silencio no pudo devorar.
Si abrís este libro… no estás solo.
Porque lo que temías que fuera ficción, aún sigue mirándote.

Capítulo I – La voz del vidrio

El coleccionista vivía rodeado de frascos.
Frascos de todos los tamaños, cerrados con tapas de metal, etiquetados con fechas y nombres. Decía que en cada uno guardaba un sonido: el llanto de una mujer, un suspiro, una palabra que alguien pronunció antes de morir.

Nadie le creía, hasta que una noche, uno de los frascos se quebró.
Un murmullo escapó de él, recorriendo la habitación como un viento caliente.
El coleccionista lo oyó decir su nombre.

A la mañana siguiente, encontró todos los frascos empañados desde dentro, como si alguien respirara adentro del vidrio.
Intentó destruirlos, pero cada uno al romperse liberaba una voz, un eco, una historia inconclusa.
Y esas voces comenzaron a hablar entre ellas, a reconocerse, a buscarlo.

Cuando la policía entró a su casa semanas después, los frascos estaban vacíos.
Solo uno seguía cerrado, con una nueva etiqueta escrita desde adentro:
“La voz del que escuchó.”

Capítulo II – El niño de las cruces

El cementerio estaba lleno de pequeñas cruces de madera, todas iguales.
Los aldeanos juraban haberlas visto aparecer de un día para otro, en el terreno baldío junto al muro.
Una noche, un guardia vio a un niño arrodillado frente a una de ellas.

—¿Qué hacés acá, chico? —le gritó.
El niño no respondió. Solo clavó otra cruz en el suelo.
Cuando el hombre se acercó, notó que la madera goteaba sangre.

Intentó huir, pero al mirar atrás, el niño había desaparecido.
En su lugar, había una nueva cruz… con su nombre tallado.

Desde entonces, nadie entra allí después del anochecer.
Cada mañana, aparece una nueva cruz.
Y si te acercás lo suficiente, podés escuchar a los niños jugando debajo de la tierra.

Capítulo III – El huésped del espejo

Ella lo veía cada noche: una figura detrás de su reflejo.
Al principio pensó que era un truco de luz, hasta que el reflejo comenzó a moverse con retraso.
Un día, el reflejo sonrió… pero ella no.

Intentó romper el espejo, pero el cristal no se quebró: solo se deformó, como si fuera líquido.
De pronto, su reflejo levantó la mano y tocó el otro lado del vidrio.
Ella retrocedió.
El reflejo avanzó.

Horas después, su familia la encontró de pie frente al espejo, inmóvil.
Su cuerpo estaba frío, pero sus ojos… se movían, del otro lado del cristal.

Desde entonces, el espejo fue cubierto con una manta.
A veces, debajo de la tela, se escucha un golpecito suave.
Como si alguien adentro pidiera salir.

Capítulo IV – La estación sin nombre

El tren se detuvo en una estación que no figuraba en ningún mapa.
El conductor juró no haber frenado.
Los pasajeros miraron por las ventanas: solo había niebla, y en los carteles, letras borrosas, imposibles de leer.

Un anciano descendió primero. Dijo que reconocía el lugar.
Uno a uno, los demás lo siguieron, sintiendo una atracción irresistible hacia la oscuridad.
Cuando el tren volvió a moverse, el conductor notó que el vagón estaba vacío.

Solo quedaba un billete en el asiento delantero, con una frase escrita:
“Próxima parada: vos.”

Capítulo V – La mujer del pozo seco

Nadie sabía por qué el pozo estaba tapiado con piedras y cadenas oxidadas.
Los ancianos decían que abajo no había agua, sino algo que respiraba.

Una mujer recién llegada al pueblo decidió limpiarlo.
Durante horas quitó piedras, una por una, hasta que escuchó una voz.
“Gracias por dejarme ver la luz”, susurró algo desde abajo.

Ella miró dentro, y dos manos blancas emergieron del pozo, tomándola de los brazos.
Los vecinos la oyeron gritar, pero cuando corrieron, ya no estaba.

Sellaron el pozo nuevamente.
Desde entonces, cada tanto, una voz femenina pide ayuda desde adentro, rogando que la saquen.
Y cuando alguien se acerca demasiado, la tierra vibra… como si el pozo respirara otra vez.

Capítulo VI – El retrato que parpadea

El cuadro estaba en la casa desde antes de que nacieran.
Una mujer joven, mirada serena, piel pálida, sosteniendo una rosa negra.
Nadie recordaba quién era. Solo que no debía moverse del muro principal.

Pero una noche, el hijo menor juró haberla visto parpadear.
Los padres rieron.
Hasta que al día siguiente, la mujer del retrato aparecía con una lágrima pintada en la mejilla.

Los días pasaron, y cada vez que la familia volvía a mirarla, el rostro cambiaba: sonrisas que no estaban, ojos que se abrían más.
Un amanecer, el cuadro estaba vacío.
Solo quedaba la rosa negra, apoyada sobre el suelo, fresca, húmeda.

Desde entonces, quien duerme en esa casa sueña con una mujer que se sienta a los pies de la cama.
Y al despertar, encuentran el mismo pétalo negro sobre la almohada.

Capítulo VII – El huésped del viento

El viento comenzó a soplar de noche, con un tono humano.
Silbaba palabras, nombres.
Al principio, la gente creía que era eco, pero cuando el viento empezó a responderles, el miedo se instaló.

Una anciana lo escuchó llamarla por su nombre.
Salió al patio, descalza, y el viento la envolvió con una voz dulce, casi familiar:
“Vine por lo que me prometiste.”

Al amanecer, la encontraron dormida junto al aljibe, el rostro cubierto de escarcha, como si el viento se hubiera alimentado de su aliento.




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