No sé si esto sea una carta, una despedida o solo un intento por entenderme.
Hace tiempo dejé de hablar en voz alta.
Callé por miedo, por costumbre, por no romper lo poco que quedaba de lo que amaba.
Y sin darme cuenta, el silencio se volvió mi idioma.
Aprendí a fingir calma cuando todo dentro de mí gritaba.
A decir “estoy bien” cuando en realidad apenas respiraba.
A sonreír mientras algo en mí se apagaba despacio.
Y aunque nadie lo notó, mi alma empezó a llenarse de palabras que nunca dije,
de emociones que se quedaron suspendidas entre el pecho y la garganta.
Una noche, sin buscarlo, me senté frente a una hoja en blanco.
No quería escribirte, pero tu nombre se escapó solo,
como si mis manos recordaran lo que mi mente intentaba olvidar.
Y fue ahí, justo en ese instante, cuando comprendí
que no se puede vivir eternamente en silencio.
Cada palabra que salió de mí fue una herida que se cerraba.
Cada carta que escribí fue una parte del alma que aprendía a soltar.
Y mientras más escribía, más ligera me sentía.
Como si al fin pudiera respirar sin miedo, sin culpa, sin ti.
De esas noches nacieron estas cartas.
Algunas lloran, otras sanan, otras simplemente existen.
No buscan compasión ni justicia, solo verdad.
Porque a veces escribir es la única forma de sobrevivir a lo que no pudimos decir.
Si estás leyendo esto, quizá también guardas tus propios ecos,
esas palabras que no te atreviste a pronunciar.
Si es así, quédate.
Tal vez en mis silencios encuentres el reflejo de los tuyos.
Porque al final, Ecos de lo que callé no trata de olvidar,
sino de aprender a escuchar todo lo que alguna vez se quiso decir…
y nunca se dijo.